viernes, 30 de noviembre de 2018

La Cena del Señor.



TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                                                        
Primera Lección: Éxodo 12.1-14

Segunda Lección: 1º Corintios 11:23-32

El Evangelio: Mateo 26:17-30

Sermón



Nuestra Iglesia Luterana siempre vuelve a insistir sobre ese punto y la doctrina bíblica en cuanto a la Santa Cena. Puede decirse que la doctrina sobre la Santa Cena es la piedra de toque de las iglesias cristianas. Es una doctrina fundamental. Todos los que anteponen su razón humana o su tradición a la enseñanza bíblica sobre ese sacramento, se encuentran en la misma condición espiritual lamentable en que se encontraban aquellos cristianos de Corinto, de los cuales dice el apóstol en nuestro texto: “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados.”


Por eso, con la misericordiosa ayuda del Espíritu de Dios, meditemos sobre este bendito sacramento de la Cena del Señor:


Su origen. ¿Dónde tuvo su origen la Santa Cena que los corintios habían profanado con su modo de celebrarla? El santo apóstol explica en su epístola el origen de ese sacramento, y por cierto, su explicación encierra desde un comienzo un leve reproche dirigido a aquellos que habían cometido abusos en la celebración de ese sacramento. Así dice el apóstol: “Porque yo recibí del Señor lo que también os entregué.” Aquí tenemos su origen: “Yo recibí del Señor”, declara el apóstol. Él no había recibido ese don celestial, ese bendito sacramento, de los demás apóstoles, como podría suponerse, ni porque viera la costumbre de su celebración en las demás congregaciones cristianas de aquella época. No, “Yo lo recibí del Señor”, al igual que todo el evangelio que él predicaba; pues de ese evangelio predicado por él dice en Gálatas 1:12 que lo había recibido “por revelación de Jesucristo.” Así como el Señor resucitado y glorificado le había revelado a San Pablo, su apóstol, el Evangelio, el mensaje de la reconciliación entre Dios y los hombres, así ese mismo Señor autorizó a ese apóstol también la transmisión a las congregaciones cristianas de este importante documento sobre el origen y el sentido de la Santa Cena.


“Del Señor” había recibido el apóstol ese sacramento. ¡Con cuánta emoción escribía el apóstol esta palabra: Señor. Tal vez ningún otro apóstol sentía tan profundamente la emoción que encerraba ese nombre. Pues fue a este apóstol, cuando aún no era tal, sino que era un enemigo acérrimo de la secta cristiana, a quien le apareció el Señor con señales de poder y manifestaciones de gracia. Iba en camino hacia Damasco, en camino hacia la injusticia y la violencia, cuando al fanático Saulo de Tarso entonces le apareció repentinamente una clarísima luz y un nombre se interpuso en su camino y en su vida: ¡Jesús de Nazaret! ¡El Señor que lo llamaba por su nombre! Luego y durante años ese apóstol estuvo a la espera de otro llamado de su Señor, hasta que finalmente llegó ese llamado. Llegó ese llamado del Señor cuando su gracia divina había transformado totalmente al fariseo fanático, ciego y rígido en el apóstol iluminado, humilde y amante.


Ahora, cuando el apóstol habla en su Epístola a los Corintios sobre el origen de la Santa Cena, y les dice: “Porque yo recibí del Señor lo que también os entregué”, entonces ese Señor es Jesús de Nazaret, aquel que había transformado su vida. También para el apóstol ese Señor es ahora “el camino, la verdad y la vida.” Cuando él habla aquí del Señor, entonces se refiere a aquel sobre quien escribió lleno del Espíritu Santo en su Primera Epístola a Timoteo, diciendo: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre; el cual se dio a sí mismo en rescate por todos” (2:5-6). De ese Señor recibió el encargo para la administración de la Santa Cena en las congregaciones cristianas, también en la congregación de Corinto. ¿No lo sabían acaso aquellos creyentes? ¿Acaso estaban en incertidumbre? ¿Habían, acaso, entendido mal sus palabras? ¡Imposible! Pues lo que el apóstol había recibido del Señor, eso, dice, “también os he enseñado.” Desde un principio, cuando el apóstol Pablo estuvo personalmente en Corinto, él enseño a aquellos cristianos ese don de gracia y perdón, enseñó de su origen, su significado y las bendiciones eternas que para ellos encerraba ese sacramento. Él les había entregado, y compartido con ellos, todo lo que él mismo había recibido del Señor; pues precisamente este mismo apóstol, con su característico celo cristiano, escribió a esa misma congregación en Corinto: Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel.” (1 Corintios 4:1-2).


Acto seguido el santo apóstol vuelve a recordar a los corintios la historia sobre la institución de la Santa Cena. Con un lenguaje llano y sencillo les trae a la memoria los hechos del Jueves Santo. ¡Cuántas veces les habría contado los pormenores de aquella noche trágica, de aquella reunión íntima y solemne! ¡Cuántas veces les habría contado ya de aquella mesa, alrededor de la cual se miraban el amor de Dios con la duda de los apóstoles y la traición de Judas! Era la última Cena; sobre la mesa se proyectaba la sombra de la Cruz. Y dice San Pablo, que el Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí.


Tal es la historia sobre el origen y la institución de la Cena del Señor. Esto sucedió “la noche que fue entregado.” La misma noche en que el Hijo del hombre, a quien le fue “dado todo el poder en el cielo y en la tierra”, exclamó, sin embargo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38). La misma noche en la cual un ángel del cielo hubo de consolar al Rey de reyes y Rey del cielo en medio de su angustia y sufrimiento. Esa misma noche Jesús tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed... Y de la misma manera tomó la copa... diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto, cuantas veces la bebiereis, en memoria de mí.

Si el santo apóstol recuerda a los cristianos con tanta exactitud el origen de la Santa Cena y la ocasión en que fue instituido ese sacramento, entonces él no solamente quiere corregir la profanación en que habían incurrido aquellos cristianos, sino también llamarles la atención sobre las bendiciones que ellos perdían al celebrar la Cena del Señor en la forma que lo hacían. Consideremos también nosotros siempre que la Santa Cena es un sacramento; en el cual, por medio de ciertos elementos externos, en unión con la Palabra, Dios ofrece y comunica a los hombres y sella en ellos la gracia adquirida por los méritos de Cristo Jesús. ¡La Santa Cena contiene lo más precioso que el cielo pudo ofrecer a la tierra!


Sobre su contenido. Mucho se ha escrito y discutido sobre el contenido de la Santa Cena, no en cuanto a su contenido material o terrenal, pan y vino, sino en cuanto a su contenido celestial y espiritual, el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de nuestro Señor Jesucristo. Este punto de doctrina, fundamental para el verdadero creyente, fue también decisivo en el cisma que se produjo y que perdura en la Iglesia cristiana del mundo. Fundamental es ese punto de doctrina también para el santo apóstol Pablo, que en nuestro texto se dirige a los cristianos de Corinto, citando textualmente las palabras de institución del Señor Jesús: “Tomad, comed. Esto es mi cuerpo, que por vosotros es partido... Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre.”


Basándonos en estas palabras inconfundibles de nuestro Redentor, los cristianos de nuestra Iglesia creemos y enseñamos que en el Sacramento del Altar, juntamente con el pan y el vino, están contenidos y presentes el cuerpo y la sangre de nuestro Redentor. Y esa presencia no es simbólica sino real, tan real como que realmente estaba presente el cuerpo del Señor al ser clavado en el madero de la cruz; tan real, como realmente fue derramada su santa y preciosa sangre sobre aquel madero de la cruz, como precio de la redención de todos nuestros pecados, y para librarnos de la muerte y del poder del diablo. Así dice el mismo apóstol en su Epístola a los Romanos: “Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira.” (5:8-9). Y San Juan, en su primera Epístola, proclama esta consoladora verdad: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.”


Por eso, cuando tú y yo asistimos a la Mesa del Señor y cuando allí el ministro de Dios nos dice: “Tomad, comed. Esto es el verdadero cuerpo de vuestro Señor Jesucristo. Tomad, bebed. Esto es la verdadera sangre de vuestro Señor Jesucristo”, entonces esos dones celestiales están realmente contenidos y presentes en la Santa Cena. Así dice San Pablo “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?” (1 Corintios 10:16). Eso no quiere decir otra cosa que: el pan y el cuerpo de Cristo, el vino y la sangre de Cristo están unidos en la Santa Cena, de manera que el comulgante que come el pan se pone en comunión con el cuerpo de Cristo, y el comulgante que bebe el vino se pone en comunión con la sangre de Cristo. Las palabras de nuestro Señor no son ambiguas. También con este sacramento y su presencia real en el mismo, Él cumple su consoladora promesa, hecha a los creyentes de todos los tiempos: “he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mateo 28:20). 


Sobre su objeto. Así como hay maestros y predicadores que niegan y deforman con su doctrina humana la clara enseñanza de la Sagrada Escritura con respecto al contenido de la Santa Cena, así también los hubo y hay que enseñan doctrinas erróneas en cuanto al verdadero objeto de la Santa Cena. No es ésta la ocasión para citar esas doctrinas equivocadas y humanas, sino que es la hora de decir la verdad tal como la encontramos en la Santa Biblia y en las palabras de nuestro texto.


La presencia del bendito cuerpo y la preciosa sangre de nuestro Redentor en la Santa Cena tienen un objeto. San Juan Bautista, señalando al Señor Jesús, exclamó: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29b). El Señor Jesús declara el objeto de su estancia visible entre los hombres, diciendo: “El Hijo del hombre ha venido para salvar lo que se había perdido” (Mateo 18:11). Y San Pablo explica la bendición y el fruto de esa venida del Hijo de Dios al mundo pecador, diciendo: “Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él” (2 Corintios 1:21) ... Sí, Cristo Jesús, “verdadero Dios, engendrado del Padre desde la eternidad, y también verdadero hombre, nacido de la virgen María”, es Aquel de quien da testimonio el santo vidente en el Libro del Apocalipsis, diciendo: “Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación;” (5:9). Eso lo hizo, tal como lo confesamos en la explicación del Segundo Artículo del Credo Apostólico, “para que yo sea suyo, y viva bajo Él en su reino y le sirva en eterna justicia.” El precio pagado por nuestra redención fue su santa y preciosa sangre, su inocente Pasión y muerte. Somos su propiedad, por sus méritos, temporal y eternamente.


Y para recordarnos la realidad y el precio de nuestra redención, Cristo instituyó la Santa Cena. Y para consolarnos en nuestras angustias terrenales, para fortalecemos en nuestra fe cristiana, para aumentar nuestra certeza en la esperanza de alcanzar la salvación y bienaventuranza eterna, Cristo instituyó ese bendito sacramento. Allí, en ese sacramento bendito, Él siempre vuelve a aseguramos: “esto es mi cuerpo, que por vosotros fue entregado; esto es mi sangre, que por vosotros fue derramada”.

Tal es el objeto de la Santa Cena. “Haced esto en memoria de mí”, dice el Señor Jesús. Y el apóstol, en nuestro texto, acota estas palabras del Señor y explica a los creyentes de Corinto y a los de todos los tiempos y lugares: “Porque cuantas veces comiereis este pan y bebiereis esta copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que él venga.”.


¡Cuánta seriedad encierra esta explicación del apóstol! Cada vez que participáis de la Santa Cena, “proclamáis la muerte del Señor.” Esto es, el que participa del Sacramento del Altar, considerando los dones celestiales contenidos en el mismo, proclama con su participación, da un testimonio público de que es discípulo del Señor, proclama su fe personal en la obra expiatoria de Él. El gozo que recibe el corazón y el espíritu del creyente en la Santa Cena, debe expresarlo luego el comulgante cristiano con palabras y obras en este mundo. En realidad, toda la vida del cristiano debe ser una proclamación de la muerte del Señor, pues esa muerte significa la vida y la bienaventuranza eternas para el hombre. 

Y esa proclamación debe perdurar “hasta que él venga.” Cuando Cristo vuelva en gloria y poder para el Juicio del mundo, cuando Él venga para dar a los suyos el reino preparado desde la eternidad, entonces ya no habrá más observación de este sacramento, pues entonces los suyos le verán tal cual es. Entretanto, empero, vale para nosotros la amonestación del apóstol, que dice: “De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa.” Habiendo meditado sobre el origen, el contenido y el objeto de la Santa Cena, habiendo aprendido la bendición terrenal y eterna que encierra para nosotros este sacramento, no podemos sino tomar a pechos esa seria amonestación final del santo apóstol. Cuando en la Santa Cena tú oyes la voz cariñosa de tu Redentor que te invita: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os daré descanso”, entonces respóndele: Tal como soy de pecador, Sin otra fianza que tu amor, A tu llamado vengo a Ti: Cordero de Dios, heme aquí




viernes, 23 de noviembre de 2018

“El Poder del Amor de Dios en Cristo."




TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                                                        

Primera Lección: Éxodo 14:10-15:1

Segunda Lección: 1º Corintios15:1-11

El Evangelio: Juan 20:1-18


Sermón


La pascua de María Magdalena. 

Allí está ella, llorando junto al sepulcro. Temprano, ha ido con las otras mujeres tan pronto como legalmente le fue posible, cargó las especias con el fin de preparar el cuerpo para el entierro apropiado. Sin duda de que María Magdalena tiene un profundo y piadoso amor por su Señor. Se ha arriesgado mucho al ir a la tumba, pero nada de eso le importa. Lo primero que se da cuenta es que la piedra ha sido quitada del sepulcro, la tumba de su Señor ha sido profanada y su cuerpo ya no está allí. Va a Pedro ya Juan con la conclusión lógica: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto”.Pedro y Juan van a la tumba: Está vacía, salvo por los lienzos doblados con cuidado. ¿Quién haría una cosa así? Ellos se vuelven, pero  María Magdalena no va a ninguna parte ¿Dónde se puede ir después de que Jesús ha muerto? Ella sigue llorando, cuando mira dentro de la tumba, ve dos ángeles que dicen: “Mujer, ¿por qué lloras?” Ella repite: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”.En verdad, se trata de una mujer que ama profundamente a Jesús y encuentra consuelo por su muerte.


Después se enfrenta al que cree que es el jardinero: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” La respuesta es: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré”. María es una devota de su Señor y no descansará hasta que veaque su cuerpo ha sido debidamente atendido.


María llora junto a la tumba, siente un gran amor por Jesús. Ha sido testigo de su poder, porque fue Él quien la libró de siete demonios (Lucas 8:2). Aún después de su crucifixión, aunque muchos huyeron y se escondieron, ella no lo hizo. Ella permanece fiel hasta el final, tratando de cuidar a su Salvador, incluso. Admiramos su amor, su devoción y su entrega.


Sería una pésima Pascua si nos quedamos en esta vivencia de María Magdalena. Si este es el final, si toda esta entrega y devoción solo sirve para llorar junto al sepulcro, tenemos un gran problema. Su ejemplo de devoción, amor y duelo, es genuino; pero no da ninguna esperanza, porque no se cree en la resurrección de entre los muertos.


¿Importa eso? Claro que si. Si esto termina así, María está más triste y con menos esperanza que al principio, está buscando un Salvador que no puede salvarse a sí mismo. Ella está poniendo su confianza en un hombre muerto. No importa cuán fiel y devota sea, su fe y devoción no harán nada por ella. Hasta aquí el mensaje de la Pascua sería: “No importa qué tan dedicado y comprometido seas, al final, no hay esperanza, no hay vida, no hay nada solo lágrimas”.


Gracias a Dios esto no es el final de la historia, porque el supuesto jardinero conoce la respuesta a su pregunta: Jesús no está en la tumba porque Él está de pie delante de ella. Él no está muerto. ¡Ha resucitado de entre los muertos! ¡Ha resucitado! Este no es un día para que María llore y piense en lo que podría haber sido. Es no es un día para que al creer que su vida, no importa cuán grande o pequeña haya sido, no termina en la muerte. Este es un día para llorar de alegría porque la muerte ha sido derrotada y porque Jesús es verdaderamente el Salvador del mundo. Él ha sufrido el castigo de Dios por los pecados del mundo sobre la cruz, pero su Padre no lo ha dejado en la tumba. Cristo está vivo, ha resucitado de entre los muertos. Esto significa que Él ha vencido el pecado, la muerte y el diablo.


Pascua es que Dios está vivo y presente. Él está fuera de la tumba y no se sacude el polvo de sus sandalias, ni se va al cielo diciendo: “Estoy harto de estos pecadores e ingratos”. Se aparece corpóreamente a María, no es un fantasma, sino que ha resucitado de la muerte en alma y cuerpo. Trae muy buenas noticias: Él está vivo y está vivo para perdonar. A sus discípulos no los llama canallas, cobardes, traidores, los llama hermanos, con quienes quiere reunirse y hablar. El Señor quiere para estar con su pueblo y de hablar su Palabra de gracia, para garantizar que sean herederos de la vida eterna. 


El Señor resucitado también declara a María que Él va a ascender a los cielos y allí, se sentará en la mano derecha de Dios, Padre Todopoderoso, desde allí ha de venir a juzgar a los vivos ya los muerto. Lejos de lo que María esperaba cuando llegó esa mañana, la tumba no es el final de la historia. Es allí donde la historia se comienza a poner buena.


Menos mal que no dejamos a María cuando ella estaba llorando en la tumba. Ahora, en lugar de admirar su devoción, podemos regocijarnos con ella. Jesús ha resucitado de entre los muertos, lo que significa que Él ha vencido a la muerte. Él está a punto de ascender al cielo, lo que significa que Él gobernará todas las cosas bajo sus pies, para el bien de María y de todo su pueblo. María ya no llora, el Señor ha borrado toda lágrima de sus ojos.


Nuestra Pascua. El día de Pascua es una bendición para todos nosotros, porque celebramos nada menos que el triunfo sobre la muerte misma. El triunfo sobre la muerte es real, no es una historia que utilizamos como anestésico, para sentirnos mejor sobre de la vida y las dificultades. Nos alegramos de que Cristo haya consumado lo que la ciencia, la medicina y el esfuerzo humano no ha podido hacer, vencer la muerte. Él venció para que podamos vivir de verdad en la presencia misericordiosa de Dios. Lo celebramos a sabiendas de que pocos celebran este mismo milagro. De hecho, la mayor parte del mundo, no ve ninguna utilidad en creer en la resurrección de Jesús.


Para muchos no importa si Jesús resucitó de entre los muertos o no. Si creer en la resurrección te trae consuelo, entonces es importante que creas en ello. Por otro lado, si la creencia de que llegas al cielo porque vives una buena vida te trae consuelo, entonces es importante que creas en ello. Esta es clave para entender la religión en nuestro mundo de hoy: lo que realmente ocurrió, no importa. Hoy la religión no se trata sobre el obrar de Dios, sino acerca de ti. No se trata de lo que el Señor ha hecho para ganar tu salvación, se trata de que tú crees. Lo que importa es cuán sinceramente creas.


Si la religión no es sobre el obrar de Dios, sino acerca de ti, lo que crees, sientas y hagas te dará la vida venidera. Por esto es porque muchos se alegran cuando clérigos de diferentes creencias contradictorias se unen en la adoración y pretenden que todos adoran al mismo Dios. No te engañes, pocos analizan las religiones por sus enseñanzas o doctrinas. Sin embargo aplauden el sincretismo porque desacreditan las enseñanzas de cada una de estas religiones: “No importa si crees que eres salvo por Jesús o por las obras, o debido a una guerra santa. Cree lo que quieras y has solo el bien”.

Se dice que hoy tiene que haber tolerancia: “Hay que aceptar todas las religiones y todo lo que enseñan”. Pero no te dejes engañar: Aceptar todas las religiones es estar obligado a aceptar cualquier creencia aunque sean contrarias a las propias. La verdad de que solo hay salvación en Jesucristo no será tolerada, porque niega que haya salvación en otras creencias. 


La gran noticia de Pascua es que Jesús es que no le da lugar a otros dioses. Así la demanda de este mundo por la tolerancia es en realidad intolerante, el mundo busca quitar a nuestro Señor de la fe. En lugar de ello, se nos susurra seductoramente que la fe no solo tiene que ver con Jesús, que lo importante es creer. No te equivoques, esto es una tentación seductora: Muchos quieren que todo sea sobre nosotros y no sobre Dios. Si sufres tal tentación, recuerda a María Magdalena en la tumba. Ella es sincera, está de duelo, se dedica a la Salvador y todo esto es bueno, correcto y apropiado. Sin embargo, todo esto no vale nada si Jesús es no resucitó de entre los muertos. Si Jesús se encuentra todavía en la tumba, la fe de María es inútil porque no tiene esperanza en la vida eterna. Es vital que tengamos fe, pero también es vital que tengamos fe en lo que es verdad. No importa cuán sincera sea, la fe en lo que es falso no puede salvar. Es el Señor quien nos da la vida eterna por medio de su muerte en la cruz y es Él quien nos da la fe a creer en él.


El Señor te ha dado a su único Hijo a morir en la cruz por los pecados del mundo y el mundo trata de hacer del Hijo sólo un salvador entre muchos. Esto diluye su sacrificio en la cruz, porque si hay otros caminos al cielo ¿Por qué tuvo que morir? Hacerlo sería tomar a nuestro Salvador como un tonto, ya que no era necesario que muera.


Necesitamos entender que la enseñanza del mundo, fuera de Cristo, no ofrece ninguna esperanza. ¿Se podrá dividir el cielo en un reino fantasmal para los que creen que solo queda el alma y nada más y en otro reino físico para aquellos que creen en la resurrección de la carne? ¿Aquellos que declaran que Jesús no es el Hijo de Dios vivirán junto a quienes confiesan que si lo es? ¿Puede tu fe, que no puede mantenerte con vida en esta tierra, darte vida cuando estás muerto? Para muchos esto “No importa”, otros dicen “No te preocupes por eso”. Pero en esto está tu vida por la eternidad.


Es por eso que Pablo declara en 1º Corintios 15:17 “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana”. Está claro que lo que crees es importante. Esto lo sabemos porque la Palabra de Dios proclama: Cristo ha resucitado de entre los muertos. El unigénito Hijo de Dios se hizo carne y murió por los pecados del mundo, sufriendo el juicio de Dios por nuestro pecado. Tres días más tarde, resucitó de entre los muertos, está presente y como había prometido, ascendió al cielo.


En esta Pascua: Alégrate. Porque Cristo ha resucitado de entre los muertos, vive y reina para siempre. 


Esta es una buena noticia para el culpable de pecado y por lo tanto es una buena noticia para todos: El precio por tus pecados se han pagado, el sacrificio se ha hecho. Puedes estar seguro de que Dios aprueba lo que Cristo ha hecho en la cruz, porque Él ha levantado a su Hijo de entre los muertos. Por lo tanto, estás perdonado. 


Estas son buenas noticias para aquellos que se enfrentan a la muerte y por lo que es buena noticia para todos: Cristo ha resucitado de entre los muertos y Él nos garantiza lo mismo. Aunque te enfrentes a la muerte, esta no es el fin porque Cristo ha vencido a la tumba. 


Esta es una buena noticia para los que sufren: Aunque hay que llorar los que han muerto en el Señor, el Señor declara que seremos consolado. La tumba no es el final de la historia. La Resurrección es el comienzo de la eternidad: ¡Cristo ha resucitado! Cristo ha resucitado y Cristo está presente. Se apareció a María Magdalena en el jardín, pronunciando sus palabras de gracia y perdón. Él no abandona a su pueblo. Él está presente en los medios de gracia. En tu bautismo, Él lavó tus pecados, te unió a su muerte y porque Él comparte su muerte contigo, no tienes que morir por tus pecados. En Su Palabra, Él anuncia sus promesas de fe, asegurando que os han sido perdonados todos sus pecados y que tienes vida eterna. En su Santa Cena, Él te da su cuerpo y sangre para el perdón de los pecados. Cristo ha resucitado y Cristo está presente para darle una nueva vida. Cristo ascendió. Incluso mientras Él está presente con nosotros por medio de sus medios de gracia, Él “está sentado sobre diestra de Dios Padre Todopoderoso, desde allí ha de venir a juzgar a los vivos ya los muertos”. Por lo tanto, puedes estar seguro de que no has sido abandonado, porque el Señor que murió y resucitó por ti, sigue obrando en todas las cosas para tu bien. Todo esto es verdad porque Cristo ha resucitado de entre los muertos. Lo que celebramos hoy es nada más y nada menos que el triunfo sobre la muerte, la muerte física y la muerte eterna. Tales bendiciones son derramas sobre nosotros libremente en este día: “Cristo ha resucitado”. Cristo está presente. Cristo ascendió. Debido a que estas cosas son ciertamente la verdad, somos perdonados de todos los pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo

viernes, 16 de noviembre de 2018

Afirmándonos en la certezas de nuestra fe



TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                      



Primera Lección: Hechos 11:1-8

Segunda Lección: Apocalipsis 21:1-7

El Evangelio: Juan 16:12-22

Sermón

         Introducción

El tiempo primaveral llega siempre insuflando nuevas alegrías a los hombres. Después de un largo invierno la naturaleza y la vida eclosionan y dan paso a un tiempo de exuberacia en general. La realidad se transforma y los espíritus se renuevan con una especie de nuevo optimismo. Y este cambio tiene lugar cada año con el inicio de un tiempo en el calendario que coincide con otro tiempo, esta vez litúrgico, con el que comparte muchas similitudes. Hablamos del tiempo Pascual en el cual estamos aún, que igualmente es un tiempo de deleite y exuberancia para los cristianos. En este tiempo el Evangelio proclama con más fuerza que nunca las maravillas que Dios ha obrado en nuestras vidas. Pues donde sólo podíamos entrever vacío y sequedad en nuestras almas, se abre ahora un maravilloso jardín en el que la Cruz se eleva como verdadero y frondoso árbol de la vida (Gn 3:22). Una vida eterna que ya no nos está vedada, sino que por el contrario, nos es ofrecida por medio de Cristo. Tiempo de gozo pues, y de dejar atrás las incertidumbres espirituales para afirmarnos en las certezas que nos provee la resurrección de Cristo.

         Primera certeza: Nos guía el Espíritu Santo

Es fácil para un discípulo andar junto a su maestro. Se siente seguro y protegido por su presencia, y las dificultades propias de la vida obtienen una solución relativamente fácil. El maestro está ahí, siempre dispuesto a ayudarnos, a darnos la respuesta adecuada y precisa. Es como una fuente inagotable de sabiduría y consuelo que nos refresca y sacia constantemente. Así debieron sentirse los Apóstoles junto a Jesús, donde además de esta reconfortante presencia, experimentaban también el poder de Dios en sus vidas, como un anticipo generoso de la plenitud  del Reino de Dios. En sus mentes no cabía pensar ni por asomo en apartarse ni un minuto de su presencia. Sin embargo estaba próximo el momento en que la separación se produciría, y de una manera traumática en extremo. No eran aún conscientes de esto, pero Jesús sí lo tenía ya bien presente. ¡Había aún tantas cosas que compartir con ellos!: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar” (v12). Sí, hay un día en que todo discípulo debe separarse de su maestro, y caminar solo en la vida, donde se verá de forma práctica si atesoró la sabiduría que le fue transmitida. Y al igual que los Apóstoles, todos los creyentes tenemos un camino espiritual que recorrer en nuestra vida, afrontando las tribulaciones y problemas por nosotros mismos. Sin embargo, Dios en su infinita misericordia, tras la partida de Jesús, no quiso dejarnos solos a sus discípulos, pues conoce nuestra debilidad a causa del pecado, y de la hostilidad del enemigo y del entorno. Sí, sin el auxilio de Dios, los creyentes estamos expuestos constantemente a la caída, y el riesgo de perder nuestra fe es demasiado alto (1ª Ped 5:8). Por ello fue enviado a nosotros un auxiliador, que con su presencia y testimonio, nos sostiene y vivifica en la fe y la Verdad: “él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir” (v13). Este guía, el  Espíritu Santo, testifica con la mismísima voz de Dios que nos habla en Su Palabra,  nos sostiene en las tribulaciones y preserva nuestra fe de los ataques a que se ve sometida constantemente. Suple también nuestras carencias en la oración, cuando al dirigirnos al Padre no nos enfocamos en pedir lo correcto: “pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom 8:26). Sin embargo, gracias a nuestro bautismo Él nos asiste y renueva cada día marcando la diferencia entre estar solos en el mundo o vivir en Dios difrutando de su presencia constante. Pues a la ya mencionada presencia de Cristo en su Palabra, y de manera especial en su real presencia en la Santa Cena, tenemos además la presencia del Espíritu divino que mora ahora en nosotros (1ª Cor 3:16), que nos alienta y robustece en la fe. Cada día disfrutamos de su compañía en nuestra vida, donde silenciosa e imperceptiblemente realiza su trabajo moldeándonos y ayudándonos a perseverar. Tenemos pues la certeza de una presencia constante de Dios en nuestras vidas por medio de su Espíritu: “Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1ª Jn 3:24). ¡Disfruta pues de esta relación!.

         Segunda certeza: Cristo nos ha reconciliado con el Padre de manera perfecta

Era pues necesario que el mundo viviera la tristeza de la Cruz, el dolor de la muerte del Justo de los Justos. Los discípulos sufrirían este desconsuelo y el posterior desconcierto. Pues en sus mentes aún no entendían el alcance total del plan de Dios:  Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al Padre” (v16). Les era anunciado así este plan salvífico proclamado desde la antigüedad por los profetas de Dios. Pues toda la Biblia y su contenido, no nos hablan de otra cosa que del plan divino para reconciliar a la humanidad caída por medio del sacrificio de Cristo y su posterior resurrección. Y este plan se cumplió de manera perfecta y absoluta el día que Jesús consumó su obra y la afirmó con sus propias palabras poco antes de expirar: “Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19:30). Así fueron rotas de manera definitiva las cadenas del pecado, y junto a ellas a los tres días, las de la muerte. No hay peros, no hay nada pendiente de realizar, no quedan deudas que pagar con Dios. Y aquél que por medio de la fe confiesa a Cristo como su salvador y se entrega en fe a esta Verdad, tiene ya la certeza plena de su salvación. Ningún creyente que proclama el nombre de Cristo debería jamás dudar de esto, pues dudando, dudamos nada menos que de las promesas de Dios en Cristo: “Os digo que todo aquel que me confesare delante de los hombres, también el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios” (Lc 12:8). Si dudamos, quitamos todo el valor a nuestra fe, convirtiéndonos en seres erráticos y faltos de raigambre espiritual: “porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Stg 1:6). Sí, la duda nos socava espiritualmente, y nos lleva a calles oscuras, donde somos abandonados a nuestra suerte y donde nos envuelven el temor y la inseguridad sobre nuestra salvación. Y para suplir esta falta de certeza y confianza en la Palabra, el hombre tratará desesperadamente de asirse a la Ley y exigir salvación a cambio de todo lo que él crea que puede hacer usándola para agradar a Dios. Pero ¡cuidado!. En este punto el peligro de caer de la gracia es real y cierto, y la respuesta de Dios ante esta situación es clara y contundente: “de Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído” (Gal 5: 4). ¿A qué dudar entonces de promesas tan firmes de boca de Dios?, ¿por qué dar pie a la duda y volver a los esfuerzos inútiles de construir torres de Babel humanas que traten de llegar al cielo?. Nuestra torre, nuestra única torre es la Cruz de Cristo, que al igual que la escalera de Jacob (Gn 28:12), nos da acceso a las moradas celestiales y eternas. La fe y no las obras humanas es la que atesora el poder de conectarnos con la Obra de Jesús en la Cruz. ¡Afiánzate en esta fe segura y fortalece sus cimientos por medio de la Palabra y los Sacramentos!.

         Tercera certeza: La resurrección nos ha abierto las puertas del Reino eterno

Tras el anuncio de la separación y ante lo incomprensible del mensaje que se les estaba declarando, Jesús trae ahora a los Apóstoles palabras de consuelo y esperanza: “También vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (v22). Se les revela así la alegría venidera por la resurrección de Cristo. Una resurrección que culmina y completa todo el plan de Dios, pero no solo esto, sino que es imprescindible para entenderlo. Pues si el objetivo de toda la Historia de la salvación no es otro que reconciliar al hombre con su Creador, la resurrección nos devuelve a nuestro estado de eternidad primigenio permitiéndonos disfrutar de la presencia eterna del Padre. Y sin la resurrección, nuestra fe no tendría sentido ya que no es posible estar justificados del pecado sin haber vencido a su consecuencia más directa: la muerte.  Y es precisamente la resurrección de Cristo la que testifica y sella de manera definitiva el hecho de que Cristo es el verdadero Hijo del Padre, y de que nuestra justificación ha sido aceptada por Dios por medio de la sangre del Cordero divino. Quitemos la resurrección y estaremos destruyendo del todo nuestra fe: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1ª Cor  15:14). Por tanto vemos que es fundamental estar asentados firmemente en este aspecto de nuestra fe, y no sólo esto, sino que esta Verdad es de primera importancia para evidenciar que, efectivamente,  nuestros pecados han sido ciertamente perdonados en Cristo. Y siendo así, el pecado ya no nos domina, pues ahora vivimos en la lucha diaria de la santificación, donde lo crucificamos cada día acogiéndonos a la gracia divina. Y tampoco tememos desesperanzadamente a su hija: la muerte, aunque somos conscientes de su presencia constante en la carne. Pero miramos sin embargo más allá de su realidad y, con los ojos de la fe, nos concentramos en la visión de ese Reino que nos aguarda. Un Reino libre de dolor y sufrimiento, donde el alma podrá encontrar descanso tras una vida de lucha carnal y espiritual, y donde a su llegada podrá decir: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2ª Tim 4:7). En una realidad como la nuestra, donde la muerte es un hecho con el que convivimos, y que se hace presente algunas veces de manera tan súbita e inesperada, la resurrección de Cristo es un mensaje de liberación pleno y cierto para los hombres. Allí donde se vislumbra dolor y sufrimiento, la tumba vacía es por el contrario un signo del Amor de Dios por nosotros, y de cómo nuestro Padre aguarda impaciente el momento en que podamos reencontrarnos con Él y con la Iglesia triunfante en las puertas de Su Reino. ¡Vive pues cada día en esta certeza definitiva para tu vida y para tu fe!.

         Conclusión

Seguimos transitando este tiempo Pascual en nuestras vidas, con la certeza de que la Cruz y la resurrección de Cristo han roto definitivamente las cadenas que nos esclavizaban y retenían en el pecado. Vemos ahora un horizonte lleno de seguridad y firmeza y disfrutamos del auxilio y guía del Espíritu Santo en nuestras vidas. Es tiempo pues de vivir en el gozo que Dios nos ofrece en Jesús resucitado, y de afirmarnos en cimientos sólidos que hagan de nuestra fe un refugio fuerte e inexpugnable para las batallas de la vida. Pide pues al Señor que aumente tu fe y con ello también aumentará tu gozo en Cristo; un gozo que nada ni nadie puede quitarnos ya. ¡Que así sea, Amén!.

viernes, 9 de noviembre de 2018

“Jesús viene a nosotros de manera sencilla”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Primera Lección: 1 Reyes 19:9b-21. 
Segunda Lección: Gálatas 5:1, 13-25 
El Evangelio: Lucas 9:51-62 


INTRODUCCIÓN 

“¿Qué haces aquí, Elías?” Esta pregunta le dirigió Jehová al profeta Elías. Este se encontraba en la oscuridad de una cueva a medio camino entre la tierra de los judíos y Egipto. Grandes cosas había visto Elías en su tierra. En el monte de Carmelo fuego había descendido del cielo, consumiendo el holocausto de Elías y a los profetas de Baal, Jehová los había entregado en manos de Elías. Se esperaría entonces que todo el pueblo de Israel se tornara a Jehová en sincera penitencia. Pero tan pronto tuvo que saber el profeta lo indigna de confianza que se puede mostrar la gente. Un día claman: “¡Jehová es el Dios! ¡Jehová es el Dios! ” (1 Reyes 18:39), y poco después derriban los altares de Jehová y buscan a Elías para quitarle la vida. Elías se vio obligado a huir del país. Se refugió por algún tiempo en Judea, llegando hasta Beer-seba, al sur, donde en su desaliento deseaba morirse. Durante cuarenta días recorrió el desierto hasta que llegó a los alrededores del monte Horeb. ¡El gran profeta Elías, que antes había desafiado al poderoso rey Achab, ahora se esconde completamente descorazonado en una cueva! “¡Cómo han caído los 
valientes!” (2 Samuel 1:25). 

No es de extrañarse que Jehová, al encontrar ahí a Elías, le pregunte: “¿Qué haces aquí, Elías?” Lo había buscado como el Señor busca a la oveja descarriada y lo había hallado. Hoy Jehová manifiesta su gloria a Elías y lo hace mediante  

UN SILBO APACIBLE Y DELICADO. 

Le dice al hombre en la cueva: “¡Sal fuera!Jehová iba a pasar delante de la cueva. Vino primero “un grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová”. ¿Quién ha oído hablar jamás de un viento tan fuerte que quebraba cosas tan duras como los montes y las rocas? Pero pese a semejante huracán, “Jehová no estaba en el viento.” 

Tras el viento vino algo igualmente espantoso. Visitó a aquel lugar un terremoto. La tierra se puso a temblar y retumbar en todas partes. Pero, no obstante esta convulsión en la naturaleza, “Jehová no estaba en el terremoto.” 

Acabado el terremoto, llegó en su lugar un fuego. Habrán sido erupciones de fuego lo suficientemente calientes y deslumbrantes para cegar al profeta. “Más Jehová no estaba en el fuego.” No vino mediante ninguna de estas demostraciones en la naturaleza. Y tal parece que Elías, decepcionado y aún más desanimado, volvió a su cueva. 

Pero entonces se oyó por ahí un silbo, o sea una voz, una vocecilla. La voz se describe como un silbo apacible y delicado. A otros la voz les hubiera parecido tan tenue, tan suave y ligera, que les hubiera pasado inadvertida por completo. Pero Elías reconoció la voz y vio en ella la presencia y la gloria de Jehová. Tanta reverencia le mostró a esa gloria que, saliendo de la cueva, se cubrió el rostro. Por último 
tuvo la seguridad de que el Señor había venido. 

¡Cuántos en la actualidad no intentan ver al Señor en cosas imponentes, o sencillamente en cosas terrenales! Suponen que dondequiera que haya un templo grande y magnífico, en el cual entra una multitud de personas, allí estará el Señor. Esta actitud no tiene nada de raro. El esplendor del templo de Salomón ya deslumbraba a los judíos antes del nacimiento del Salvador, de modo que decían con orgullo: “Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste” (Jeremías 7:4). 

Otros suponen que dondequiera que haya mucha publicidad, tal vez gran poder político que nos deje con personalidad o notabilidad, esa iglesia se gozará de la presencia de Jehová. No se puede negar que aquí se halla el motivo por el cual gran número de hombres se unen a diferentes iglesias. 

Cierto guía mormón nos dijo esto: “En nuestras salas de diversiones sanas convertimos a más personas que en el templo.” Las diversiones ciegan también, haciendo a la gente creer que en las diversiones hay la vida y salvación de la iglesia. 

¿Conque en estas cosas terrenales se manifiesta el Señor con su gloria? ¡Qué error! Jehová no nos viene mediante las cosas que atraen a los sentidos. Se quedará conspicuo por su ausencia en las atracciones para la carne. A las gentes que buscaban algo para el estómago dijo nuestro Salvador: “Trabajad no por la comida que perece” (Juan 6:27). Refiriéndose a las mismas atracciones carnales, escribió San Pablo: “La intención de la carne es muerte” (Romanos 8:6). La abundancia de cosas terrenales en una iglesia no indica la abundancia de vida, sino más bien la abundancia de muerte. 

El Señor, al igual que en los días de Elías, nos viene mediante una voz. Es una voz como la de Juan Bautista, el cual señalando a Jesús, dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Siempre que oyes la buena nueva, “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (Gálatas 3:13), o, “El (Cristo) es la propiciación por nuestros pecados: y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (2 Juan 2:2), oyes esa voz apacible y delicada, la cual oía Elías en nuestro texto. Cada vez que oyes el Evangelio de Cristo, las buenas nuevas de nuestra salvación en Cristo Salvador, pasa delante de ti la gloria de Jehová en todo su resplandor. En el Evangelio está Jesús. Dice El, “Predicad el evangelio” (Marcos 16:15), y agrega en otro lugar: “Yo estoy con vosotros” (Mateo 28:20). También llega a nosotros por medio de su presencia en la Santa Cena y nos dice “toma y come… toma y bebe… esto es dado y derramado por ti y por muchos para le perdón de los pecados”. (Mateo 26:26ss.) 

REACCION A LA PRESENCIA DE DIOS 

El profeta Elías, después de oír ese “silbo apacible y delicado” aún se queda inmóvil a la boca de la cueva, de modo que Jehová tiene que preguntarle nuevamente: “¿Qué haces aquí, Elías?” Quería decir: “¿Todavía te quedas aquí después de escuchar mi voz? ¡A trabajar! Vete luego a tu tierra y diles a tus paisanos lo que has visto y oído. Señálales la gloria de Jehová que en el Evangelio se manifiesta.” 

El profeta, descorazonado aún, repite: “He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu alianza, han derribado tus altares, y han muerto a cuchillo tus profetas; y yo solo he quedado; y me buscan para quitarme la vida.” Quería decir: “Pero, Señor, sería inútil. Con todos mis esfuerzos por la salvación de mi pueblo, nadie me ha hecho caso, nadie ha creído a mi anuncio. Yo soy el único creyente en todo el país. Y si volviera a predicarles tu Palabra, la historia se repetiría, mi pueblo no me haría caso. Mi regreso me resultaría puro suicidio.” 

A esto respondió Jehová en efecto: “En esto sí estás equivocado, pues yo he hecho que queden en Israel siete mil; todas rodillas que no se han encorvado a Baal, y bocas todas que no lo besaron. Mi Espíritu obrando por el mensaje salvador de profetas como tú, ha llevado a la fe siete mil. Pese a tus tristes experiencias y la mucha oposición a tu trabajo, no has trabajado en vano entre tu pueblo, y no trabajarás en vano. Los siete mil esperan tu regreso y te necesitan. Además, vas a pensar en el porvenir de la Iglesia. Ungirás a Eliseo, para que siga en tus pisadas, y con el mismo Espíritu que te ha inspirado a ti. Hasta vas a disfrutar de respeto a la corte de los reyes, ungiendo a Hazael de Siria y Jehú de Israel. Vuelve, pon mano en el arado.” Y así sucedió; después de oír la voz apacible y delicada, después de ver pasar la gloria de Jehová, Elías fue animado a volver a pastorear a Israel. 

CONCLUSIÓN 

A cada uno de nosotros, que hemos oído la dulce voz del Evangelio y que por la gracia de Dios hemos reconocido la gloria de Dios en el crucificado Salvador, busca nuestro Señor, diciéndonos: “¿Qué haces aquí? Id, decid” (Mateo 28:7). 

No se puede negar que nuestra labor en España tiene mucho en común con la del profeta Elías. En el campo nos encontramos con una oposición y con dificultades que afligen menos a los misioneros en otras tierras. Más de un misionero e iglesias en estas tierras se han sentido con la tentación de darse por vencido, concluyendo en su desesperación: “Es inútil predicar aquí el Evangelio, nadie nos acepta, nadie cree en nuestro anuncio.” Pero si por lo difícil del trabajo nos desalentamos, nos acobardamos y nos quedamos ociosos, ¿quién será salvo? Es cierto, razón tiene el Señor al llamarnos: “¿Qué haces aquí? 
Vete a trabajar.” Si por timidez o por pereza nos callamos, nos advertirá el Señor: “Sus atalayas ciegos son, todos ellos mudos, no pueden ladrar; soñolientos, echados, aman el dormir” (Isaías 56:10), y  “¡Ay de los reposados en Sion!” (Amos 6:1). 

A pesar de nuestros problemas en el campo español, nuestra labor no puede ser en vano. Habrá aquellos “siete mil”. El que nos ha enviado nos promete: “Mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, antes hará lo que quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Isaías 55:11), y “Estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es vano” (1 Corintios 15:8). Amén. 

Señor, Dios mío, gracias te doy por la voz del Evangelio, donde me manifiestas a tu Hijo Jesucristo como mi Salvador. No permitas jamás que por indiferencia o dureza de corazón yo pierda el don de tu Palabra, pues sin Cristo no puedo vivir. Sin Cristo no puedo morir. Óyeme por los méritos del que se entregó a sí mismo por mí. Amén