TEXTOS BIBLICOS
DEL DÍA
Primera Lección: Hechos
1:12-26
Segunda Lección: Apocalipsis
22:1-6 (7-11) 12-20
El
Evangelio:
Juan 17:20-26
Sermón
•
Introducción
El mejor testimonio
que existe en una familia es ver que sus miembros están unidos. En este tipo de
familias, normalmente los padres
corrigen amorosamente y apoyan a los hijos, y los hijos respetan y aman a sus
padres. Esto no quiere decir que no haya diversidad de opiniones, deseos e
incluso, llegado el caso, problemas más o menos graves en estas familias. Pero
aún así y por encima de las dificultades, los une un vínculo más fuerte que es
capaz de sobrepasar todas estas circunstancias y hacerlos luchar por mantenerse
unidos por encima de todo. Hablamos aquí del vínculo del amor. Y si esto es
aplicable a las familias terrenales, ¿qué vínculo une entonces a los miembros
de la familia espiritual cristiana?, ¿qué puede ser tan fuerte que les haga tratar
de vivir la deseada unidad por encima de las diferencias?. Indudablemente el
vínculo que nos une en principio a los creyentes es la fe que hemos recibido
por obra del Espíritu Santo. Es este don bautismal el que nos identifica ante
Dios y nos hace miembros de la familia espiritual cristiana. Pero igualmente
este vínculo de la fe, es asimismo un vínculo de amor, pues no hay mayor amor
por el prójimo que ayudarlo a caminar por los senderos seguros del Evangelio
del perdón de pecados. Y así, la misión primordial de los creyentes no es sólo
preservar la fe propia, sino proclamar también la misma de manera que más y más
hombres y mujeres sean recibidos como Hijos amados del Padre. Esta es la
verdadera unidad que se sustenta en la fe y en el amor.
•
Cristo ruega por la unidad de los creyentes de todas las épocas
Nos sumergimos en la
lectura de hoy en una oración de Jesús llena de profundidad. Una plegaria donde
tras pedir por los discípulos que lo acompañaban, se pide igualmente por los
futuros creyentes que conformarán la Iglesia de Jesucristo (v20), su pueblo. La acción de conversión de la Palabra proclamada
y del Espíritu Santo por medio de ella, serían y son los generadores del
crecimiento de la Iglesia desde entonces hasta nuestros días. Y Jesús hace aquí
una petición muy específica: "para
que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos
sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (v21). Sí,
es una petición para que sus discípulos se mantengan unidos, y así en esta
unidad den un testimonio válido de Cristo ante el mundo. Pues ¿cómo podrá el
mundo creer si los propios creyentes no son una muestra viva de la perfecta
unidad que existe entre el Padre y el Hijo?. Además, gracias al sacrificio de
Jesús en la Cruz y a la gloria que el Padre otorgó a Cristo por ello, nosotros
a su vez hemos recibido de esta gloria por mediación suya, y ahora podemos
contarnos igualmente como Hijos amados de Dios. Pues ya no pesa sobre nosotros
la condena por nuestros delitos y faltas, sino que nos cubre ahora la Justicia
de Cristo (Rom 5:18). Y siendo así Hijos amados, somos igualmente
hermanos espirituales de la familia celestial, unidos en un mismo rebaño y
guiados por el mismo Pastor divino. Pero fijémonos que el mundo es diverso, en
razas, culturas, costumbres, e incluso en la personalidad de cada ser humano.
Sin embargo, el sello que hemos recibido en nuestro bautismo nos iguala e
integra a todos en un mismo cuerpo: “Porque por un solo Espíritu fuimos
todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y
a todos se nos dió a beber de un mismo Espíritu” (1ª Cor 12:13).
Pertenecemos pues a un cuerpo vivo y que está aún en pleno crecimiento y
desarrollo. Y Cristo ruega al Padre por cada uno de nosotros, sus seguidores,
para que nos mantengamos unidos a él y a nuestros hermanos. Ayudándonos para
cohesionar la familia de aquellos que han sido justificados en su sangre, y
sobre todo, siendo testimonios vivos de esa gloria de Cristo que hemos recibido:
“La gloria que me diste, yo les he dado, para
que sean uno, así como nosotros somos uno” (V22). Esta gloria que nos une al
Padre y al Hijo no es otra que nuestra justificación, la cual para Cristo
supuso sentarse a la derecha del Padre como Hijo amado, tal como proclama el
Credo Apostólico, y para nosotros, es nuestra redención y salvación ante Dios.
Vivir nuestra fe en unidad por tanto, tiene una doble dimensión como hemos
visto: Vivir unidos al hermano en la fe, ayudándonos a soportar las cargas (Ga
6:2) por medio del amor fraterno (ágape),
y vivir también igualmente juntos el
gozo vivificante de saber que por esta fe, estamos reconciliados con Dios por
mediación de Cristo.
•
La unidad nace de la fidelidad a la Palabra
La plegaria de Jesús
en el Evangelio de Juan, pone un énfasis relevante en el llamado a la unidad, y
en la importancia de la misma para el testimonio público ante el mundo: “Yo en
ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca
que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado”
(v23). Sin embargo
es fácil desde una perspectiva humana, caer en el error de enfocar las palabras
de Cristo como una simple reivindicación por la unidad eclesial-institucional.
Pues se podrían interpretar las palabras de Jesús como un llamado a una mera
unidad visible, la cual es más bien un medio para el testimonio del amor de
Dios en nosotros. Y para evitar este error de considerar la unidad reivindicada
por Cristo sólo como una unidad en lo aparente, debemos contestar primero a una
pregunta fundamental: ¿Qué me distingue como miembro de la familia cristiana?.
La respuesta evidente a esta pregunta es que, es mi fe en la obra de Cristo.
Por tanto, aquello que nos identifica como seguidores de Jesús y miembros de su
cuerpo, la Iglesia, no es otra cosa que la fe que confesamos. Una fe que es
personal pero que sumada a la fe individual del resto de miembros de la familia
creyente, conforma en conjunto y unidad esto que llamamos Iglesia, o reunión de
los fieles. Es decir, no podemos reivindicar en primer lugar a la Iglesia, como
un ente que pervive en sí mismo aparte de la suma colectiva de los creyentes.
Más bien debemos verla tal y como San Pablo nos la presenta, como ese cuerpo
vivo formado por cada cristiano bautizado en fe, y donde cada uno tiene un
lugar específico en el plan de Dios. Un cuerpo espiritual y que, precisamente
por serlo, es inmune a los ataques del mundo y del mal (Mt 16:18). Sin
embargo, y como ya se ha dicho anteriormente, la unidad visible es también
deseable y sirve a ese testimonio necesario ante los hombres. La Iglesia
visible debería testimoniar con una misma voz de la misericordia de Dios para
con nosotros: “Os ruego, pues hermanos, por el nombre de nuestro Señor
Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros
divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un
mismo parecer” (1ª Cor 1:10). Testimoniar unidos en definitiva de que Dios
nos ama en Su amor por Cristo (v23). Pero ¿dónde encontraremos el
cimiento de esta unidad en la fe?, y ¿qué puede hacer que los creyentes se
mantengan firmemente unidos en esta común-unión?. Bien, pues si hemos afirmado
que la existencia de la Iglesia se fundamenta en la fe de sus miembros, es
evidente que aquello que genera y sostiene esta fe será lo que dará
consistencia a la unidad deseada. Y hablamos ahora de la mismísima Palabra de
Dios, ya que sin fidelidad a esta Palabra que nos da vida y alimenta cada día,
no podemos hablar en absoluto de unidad, pues no olvidemos que la Iglesia está
llamada a proclamar una y siempre la misma Verdad, no muchas. Y esta Verdad
tiene su voz y su testimonio precisamente en las Sagradas Escrituras. Ellas son
pues el cimiento de esta unidad en la fe, y no podrá existir unidad o común
unión entre los creyentes si se da la espalda a aquello que la voz de Dios ha
establecido en ella. La Iglesia Luterana declara pues en relación a la unidad
que: “Para la verdadera unidad de la iglesia cristiana es suficiente que se
predique unánimemente el evangelio conforme a una concepción genuina de él, y
que los sacramentos se administren de acuerdo a la Palabra divina” (Confesión
de Augsburgo, Art. VII, Libro de Concordia, pag.30.2). Busquemos pues la
unidad en aquello que no cambia, que no es manipulable, que no responde a otros
intereses salvo a los de Dios: Su Palabra.
•
El dolor de la separación será
restaurado en el Reino
Tras la llamada de Jesús a la unidad de sus
discípulos, la oración apunta ahora a horizontes más profundos: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que
donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has
dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (v24). Jesús pide ahora que
Dios en su misericordia permita que los creyentes sean reunidos en torno a él
en el Reino, y es aquí en realidad donde la unidad de la Iglesia se consumará
de manera perfecta. Y esto es así gracias a que ya existe en verdad una unidad
espiritual entre todos aquellos que han confesado a Jesús como su salvador por
medio de la fe: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis
sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos” (Gal 3:26). Pero es
evidente que la cristiandad en este mundo se halla fracturada de manera
visible, y como hemos dicho la división visible que las distintas iglesias
mantienen, es un obstáculo para que el mundo reciba el testimonio de la
perfecta unidad entre el Hijo y el Padre. Una unidad que tiene su máxima
expresión en la voluntad de Cristo en cumplir el plan de salvación que Dios,
desde los mismos orígenes del pecado, ya estableció para nuestra redención. La
división no ayuda por tanto a la proclamación del puro Evangelio, y esto es una
realidad que debemos asumir por la incapacidad del hombre a causa del pecado en
seguir la voluntad de Dios expresada en su Palabra. Esta incapacidad producirá
siempre en la tierra divisiones y separaciones, y por tanto sólo podemos orar,
trabajar y aspirar a conseguir esta unidad que Cristo nos pide con el límite
definitivo de la autoridad de la Palabra, y tener el consuelo de que será en el
Reino del Padre donde la Iglesia triunfante será reunida en una unidad
perfecta. Este debe ser mientras tanto nuestro consuelo y nuestra paz aquí en
la tierra, por encima del dolor por la separación existente entre los creyentes
de distintas iglesias.
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Conclusión
Y es este conocimiento en la fe, el que nos une por ahora en el Espíritu a los creyentes aquí en la tierra. Busquemos pues profundizar en este conocimiento por medio del conocimiento de la Palabra; vivamos nuestro encuentro personal con Cristo en los Sacramentos, y así mantendremos fortalecida la verdadera fe que unifica al pueblo de Dios. ¡Que así sea, Amén!.
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