viernes, 26 de octubre de 2018





”Viviendo por la Palabra de Dios en Cristo”



TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                      



Primera Lección: 1º Reyes 17:17-24

Segunda Lección: Gálatas 1:11-24

El Evangelio: Lucas 7:11-17

Sermón

         Introducción


Sacar algo bueno del sufrimiento es ciertamente difícil para la mayoría de las personas. Pues cuando se sufre, parece que la persona se halla dentro de una burbuja que lo amplifica todo, al igual que una potente lente distorsiona y agranda la realidad. Y en esta realidad dolorosa, todo nos duele y pesa. Nadie escapa sin embargo a este hecho, y tarde o temprano, tanto en uno mismo como en aquellos que nos rodean, el sufrimiento hace acto de presencia impactándonos de lleno: “Aun en la risa tendrá dolor el corazón, y el término de la alegría es congoja” (Pr 14:13). Y curiosamente el hombre, llegado este momento, vive dos experiencias muy diferentes y contradictorias. Pues por un lado parece como si Dios se hubiese retirado, dejándonos solos frente al dolor. De ello encontramos muchos testimonios en las Escrituras especialmente en algunos de los Salmos del Rey David, o en el prototipo del dolor y el sufrimiento: Job. Quejas elevadas al cielo, reproches al Creador por un dolor incomprensible. Algunos desgraciadamente se quedan por siempre en esta primera fase. Pero la otra experiencia que puede vivir el hombre en el sufrimiento después del impacto inicial, es paradójicamente la experiencia de la cercanía de Dios. De saber que Dios está junto a nosotros, que entiende y conforta nuestro dolor. Sí, Dios está ahí siempre, y ciertamente viviremos momentos de sufrimiento, de esto no cabe duda, pero Dios nos consolará con su Palabra poderosa que tiene poder verdadero para traernos Vida y salvación en Cristo.


         Cristo es la Verdad y la Vida


Las viudas son en la Palabra de Dios el prototipo de un ser desvalido. Podríamos decir en base al contexto histórico de la época de Jesús, que sus vidas estaban totalmente en manos de Dios por su desprotección y soledad. Y así, son abundantes las referencias a ellas como ejemplos de la acción de Dios en medio del sufrimiento humano: “Jehová asolará la casa de los soberbios; pero afirmará la heredad de la viuda” (Prov 15:25). En el caso de la lectura de este Domingo en el Evangelio, nos encontramos con una viuda que vive, aparte de su situación personal que ya hemos descrito, un dolor añadido: la pérdida de su hijo unigénito. Y la vida de esta persona toman ahora, en esta situación, un tinte dramático y desgarrador. Ciertamente debió ser un momento terrible el saber que se única descendencia y amor en esta vida había muerto, y pudo parecerle a esta mujer que su vida carecía ahora de sentido. Incluso la idea de que su Dios la había maldecido y abandonado pudo rondar su pensamiento en aquellas horas. Sin embargo, la presencia de Dios en su vida como leemos en la escritura era activa, viva y abundante. Pues en aquellos rincones de la vida de donde parece que la Luz divina se ha retirado completamente, allí sin embargo es donde ésta brilla con más intensidad: “Cuando estaba en angustia, tú me hiciste ensanchar” (Sal 4:1). Y así estaba previsto por Dios que Jesús estuviese cerca de esta viuda, y su vida y su dolor tuviesen contra lo humanamente razonable, un sentido pleno: mostrar el Amor y la misericordia de nuestro Padre. En este caso el dolor por la muerte es revertido en consuelo y alegría, como un anticipo de la realidad que la resurrección de Cristo traerá a la vida de todos los que creen en Él. Porque su resurrección trajo a nuestras vidas dos certezas, que son como las dos sólidas columnas donde se asentaba el pórtico del templo de Salomón (1º R 7:21), y que ahora sustentan nuestra fe: la primera es que Jesucristo es ciertamente la Verdad, pues es quien dijo que era, el Hijo del Dios infinito y misericordioso. Y la segunda que Jesús es la Vida, ya que vivir plenamente en verdad es estar junto a Aquel que es nuestro Padre en los cielos; y Cristo con su muerte y resurrección ha posibilitado para nosotros el que la muerte no sea ahora más que el tenue velo que nos separa de disfrutar de la presencia eterna de Nuestro Señor Jesucristo. Por tanto el pecado, y con él su  consecuencia más terrible, la muerte, fueron totalmente derrotados por Cristo, y es por ello que nosotros también ahora, al igual que el hijo muerto de la viuda, y tras nuestras diarias caídas escuchamos la voz amorosa del Padre que nos dice: “A ti te digo, levántate” (v14).


         Viviendo por el poder de la Palabra de Dios


El hijo de esta viuda de la ciudad de Naín, ciertamente no podía hacer nada por sí mismo, y su destino en aquel momento que Lucas nos narra hubiese sido la oscuridad de la sepultura. Sin embargo Cristo fue a su encuentro, y tocando su féretro (v14) le dió vida por medio de su Palabra poderosa. Y sin ella ciertamente hubiese permanecido muerto irremisiblemente. Pues así es al fín el hombre en esta vida cuando carece de la Palabra liberadora de su Dios. Camina, respira y come; experimenta la vida terrenal, pero al dar la espalda por voluntad propia a vivir una relación con su Creador, es en realidad un muerto en vida. Hombres y mujeres que se dirigen inexorablemente a la sepultura, malgastando el valioso saldo de sus existencias, salvo que un día milagrosamente, el Espíritu toque sus corazones y nazcan a la verdadera Vida. Una nueva vida que viene a ellos por medio de la escucha  de la Palabra de  Dios, la cual tiene el poder de abrir los oídos de aquellos que en la muerte del pecado nada pueden oir. Pues es esta Palabra la que hace germinar en nosotros la Vida que trae la fe salvadora, y es oyéndola cómo el Espíritu puede penetrar la dura coraza de nuestros corazones e implantar la semilla divina: “Así que la fe es por el oir, y el oir, por la Palabra de Dios” (Rom 10:17). Ciertamente esta Palabra es la única esperanza del hombre, y la única que puede proclamar liberación, perdón y vida de parte de Dios. Muchas son las palabras de los hombres en este mundo, y mucho ofrecen y prometen. Pero ni todas estas palabras juntas pueden igualar en Verdad y credibilidad a una sola de las promesas divinas. Pues a diferencia de la palabra humana, la Palabra de Dios es Verdad en sí misma y su cumplimiento absoluto: “la suma de tu Palabra es verdad” (Sal 119:160). Y aún ni la duda o el desprecio humanos harán que deje de cumplirse en su totalidad, como nos advierte Cristo mismo: “Porque de cierto os digo que hasta que pase el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mt 5: 18). Y Cristo, como ya hemos dicho es en su resurrección el ejemplo perfecto de este cumplimiento. Tenemos pues una Palabra digna de credibilidad, de confianza plena, que no nos defraudará ni hará promesas vanas. Dios es un Dios donde palabra y voluntad forman una unidad perfecta, y cuya palabra para nuestras vidas anuncia vida, y Vida eterna es justamente lo que da al hombre. Vivimos en y por Su Palabra, que es para nosotros ahora Verbo encarnado en Cristo Jesús. Él es el cumplimiento de todas las promesas divinas, y sólo en Él encontraremos a Aquél que puede sacar al hombre de la muerte que implica vivir una existencia lejos de su Dios: “Despiértate, tú que duermes,  levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo (Ef 5:14). 


         Dios ha visitado a su pueblo


Resulta sin embargo difícil para el hombre común distinguir en el transcurrir de los tiempos, esta acción liberadora de Dios por medio de su Palabra. Sin embargo las Escrituras testifican precisamente de esa acción constante, y de cómo Dios interviene en las vidas de los hombres sin haberse desligado jamás de ellas. Él es verdaderamente Señor de este mundo, y como tal no puede dejar de hacer que Su voluntad se cumpla inexorablemente. Levanta Reyes y gobernantes o los hace caer; bendice naciones y las hace prosperar o son aniquiladas. Encumbra al hombre a lo más alto o lo abandona a su pecado contumaz: “Jehová mata y él da vida; Él hace descender al Seol, y hace subir. Jehová empobrece, y él enriquece; abate y enaltece” (1 S 2: 6-7). Nada hay así que escape a su acción e influencia. Pero normalmente Dios no violenta con su acción y presencia al hombre, ya que no busca intimidarlo o presionarlo para que crea de manera forzada. Su acción es sutil, silenciosa y su influencia paciente y amorosa. Y sólo en contadas ocasiones, como en el milagro que Lucas nos narra, y cuando su acción evidente es necesaria, Dios usa su poder para intervenir radicalmente en la Historia. Pero ciertamente es innegable la acción constante de Dios alterando nuestra realidad para que Su voluntad sea cumplida. Pues efectivamente, repetida y abundantemente, tal como el pueblo proclamó ante el milagro de Jesús con el hijo de la viuda: “Dios ha visitado a su pueblo” (v16). Y lo ha hecho de manera evidente y notoria, ahora sí, para todos los pueblos en la figura de Su Hijo Jesucristo. Pues en Él se ha completado la plenitud de la revelación del poder de Dios a los hombres, y en Él las cadenas del pecado y la muerte han sido rotas definitivamente. Desde entonces podemos afirmar que Dios no deja de visitar a su pueblo, y la vida de cada uno de nosotros, tanto en la alegría como en el sufrimiento. Y lo hace ahora específicamente por medio de su Espíritu Santo, el cual derrama constantemente la gracia divina en nuestras vidas (Rom 5:5). Cada día y abundantemente esta gracia nos sigue alcanzando por medio de la fe recibida en nuestro pacto bautismal. Y cada día el cristiano es visitado por su Dios por medio del perdón divino y de su Justificación en la Cruz de Cristo. Sí, disfrutamos de una presencia vivificadora que está presente en nuestras vidas, y explícitamente podemos encontrarla en los medios de gracia: Palabra y Sacramentos, donde Cristo nos “toca” con su cuerpo y sangre, y nos da perdón y salvación. ¡No te prives pues de disfrutar de las promesas que Dios te ofrece, y de una nueva vida restaurada  por medio del perdón obtenido por la sangre del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!”.      
                                        

         Conclusión


Vivir una vida privada de la Palabra de Dios, y de la vida eterna que Ella nos ofrece por medio de Cristo, es para el hombre participar de su propio funeral en vida. Pues aunque estemos carnalmente vivos, en realidad el ser humano sin su Dios, es un ser espiritualmente muerto. Por ello el milagro de la viuda de Naín, debe servirnos para profundizar en el gran misterio de nuestra redención en Cristo. De cómo Cristo es ciertamente la resurrección y la Vida para nosotros, y que lejos de Él, sólo existe sufrimiento y la oscuridad de la muerte. “Dios ha visitado a su pueblo” (v16) en Cristo Jesús. ¡Aférrate a Él y a la Palabra de Dios que trae Paz, gozo y Salvación!.
Que así sea, ¡Amén!. 

viernes, 19 de octubre de 2018

“El Bautismo que Salva”

TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                 
Primera Lección: Hechos 2:29-42

Segunda Lección: TITO 3:4-8

El Evangelio: Juan 3:1-15


Las palabras bíblicas recién leídas, ya os indican qué tema trataremos hoy, a saber: el Bautismo, el lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo, como lo llama el apóstol San Pablo. Me diréis tal vez: ¿Qué necesidad hay de hablar del Bautismo a una congregación cristiana? ¿Acaso no sabemos todos qué es el Bautismo? ¿Acaso no hemos presenciado ya docenas de veces este acto sagrado aquí en nuestra iglesia? — No dudo de que conocéis el significado del Bautismo. Sin embargo, no está demás hablar del Bautismo aun a cristianos adultos y experimentados, para traer a su memoria el a veces olvidado hecho de que el Bautismo es no sólo el sacramento de los pequeñuelos, sino también un sacramento cuya importancia se mantiene inalterada en todo tiempo de nuestra vida. Todos vosotros fuisteis recibidos, por medio del Bautismo, en la Santa luíosla Cristiana, la comunión de los santos; pero, ¿pensáis aún hoy en vuestro Bautismo con profunda gratitud hacia Cristo que Instituyó este sacramento, os alegráis de corazón de haber sido bautizados, y usáis vuestro bautismo como fuente de consuelo y fortalecimiento? — Para confirmar nuestro aprecio por este sacramento oigamos pues lo que la Palabra de Dios nos enseña sobre El Bautismo que Salva.


Como se desprende de nuestro texto, el Bautismo

1.            Nos regenera para una vida en la fe;

2.            Nos renueva para un amor sincero;

3.            Nos llena de inconmovible esperanza.


1. “Fue manifestada la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor hacia los hombres”, dice San Pablo, v. 4. ¡Qué verdad tan hermosa! Dios nos amó y aún nos ama a nosotros, los hombres, y nos manifestó y aún nos manifiesta su bondad. Sí, queridos oyentes: en todo el universo no hay nadie que nos ame tanto como nos ama el Creador de ese universo, y las manifestaciones de su bondad son incontables. Por amor a los hombres, Dios creó esta tierra y cuanto hay en ella. Por amor a los hombres, Dios colocó en el firmamento el majestuoso sol, la luna y millones de estrellas. Por amor a los hombres, Dios plantó el delicioso jardín de Edén como habitación para aquellos a quienes Él había formado a su imagen y conforme a su semejanza. Por amor a los hombres, Dios dió al primer hombre Adán una mujer como ayuda idónea para él. Y cuando, al despreciar todo ese amor y bondad, la primera pareja humana cayó en el pecado de desobediencia, la bondad de Dios nuestro Salvador se manifestó nuevamente en la promesa de enviar a estos ingratos e indignos hombres un Redentor, su propio Hijo. Con respecto a ese testimonio tan sublime del amor divino dice el apóstol San Juan: “En esto está el amor de Dios, no en que amemos nos otros a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados”, 1 Juan 4 : 10.


En ese mundo, producto del amor divino, entramos ahora nosotros, como hombres muertos en pecados, enemigos de Dios. ¿Y qué hace Dios? Tiene misericordia de nosotros. Según su santidad y justicia, Dios debería aplicar a todos nosotros el castigo de la eterna condenación. Pero (así nos dice Jehová el Señor) “110 me complazco en la muerte del inicuo, sino antes en que se vuelva el inicuo de su camino y viva”, Ezeq. 33 : 11. “Dios quiere que todos los hombres sean salvos, y que vengan al conocimiento de la verdad”, 1 Tim. 2:4. ¿Y qué hace Dios para salvarnos? “No a causa de obras de justicia que hayamos hecho nosotros (¿qué obras de justicia puede hacer el que está muerto en pecados?) sino conforme a su misericordia él nos salvó, por medio del lavamiento de la regeneración”, es decir, mediante el Bautismo, v. 5. El Bautismo fue instituido por Dios precisamente para seres tan faltos de recursos propios, tan pecaminosos como lo somos nosotros por naturaleza. En el Bautismo somos regenerados, recibimos una nueva vida espiritual, la vida de fe en Cristo. “A menos que el hombre naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios; lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”, dice Jesús, Juan 3:5-6, y San Pablo afirma: “Si alguno está en Cristo, es una nueva criatura”, 2 Cor. 5 : 17. Así que el estar en Cristo, el creer en Cristo como Salvador de pecados, nos hace nuevas criaturas, nos regenera; por ende, el Bautismo es en verdad el lavamiento de la regeneración, porque engendra en nosotros la fe regeneradora. La fe, en efecto, no es producto de nuestra propia decisión, sino que es obrada en jóvenes y viejos por el Bautismo: El niñito recibe mediante el Bautismo, de una manera real, aunque incomprensible para nosotros, la fe en su Redentor Jesús. Cristo mismo afirma respecto de esa fe de los párvulos: “Al que hiciera tropezar a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, mejor le sería que... fuese sumergido en lo profundo del mar”, Mat. 18 : 6. Y el adulto, recordando agradecidamente su Bautismo mediante el cual nació su fe, es fortalecido en esa fe y canta con gozo: El agua y tu Palabra dan perdón y eterna salvación: son dones de tu gran bondad, los que me brindan redención.


II. El Bautismo es no sólo el lavamiento de la regeneración, sino también “de la renovación del Espíritu Santo.” Cristo dice en su Gran Comisión, Mat. 28 : 19: “Id, pues, y haced discípulos entre todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.” Lo que nuestra Biblia castellana traduce con “en” (en el nombre del Padre, etc.) es en el texto original griego una palabra que indica movimiento hacia un lugar, algo así como el castellano “hacia adentro”. Así podemos decir con razón que el Bautismo nos introduce en Dios, el bautizado vive en Dios, es hecho hijo del Dios Trino. Y así como por el Bautismo entramos en Dios, Dios miró también en nosotros con su Espíritu y dones; el Espíritu Santo fue derramado sobre nosotros, como lo expresa San Pablo. "Somos templo de Dios, y el Espíritu de Dios mora en nosotros”, leemos en 1 Cor. 3 : 16. Y ese Espíritu no sólo engendró la nueva vida espiritual, sino que también la desarrolla y vigoriza; capacita al cristiano para combatir y vencer a los enemigos de su salvación. Sabiendo que es morada, templo del Espíritu Santo, el creyente ya no querrá cometer los pecados que Pablo cita en los versículos que preceden a nuestro texto; ya no hallará placer en maldecir a otros, o en ser contencioso, desobediente, ni querrá ya servir a diversas concupiscencias y placeres ni vivir en mu licia y envidia, vs. 2 -3. Antes bien, los que han creído en Dios pondrán solicitud en practicar las buenas obras, v. 8: serán obedientes, listos para toda obra buena, apacibles, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres, vs. I pura ellos recuerdan las palabras escritas en Ef. 4 : 30: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual sois sellados para el día de la redención.” Así el Bautismo con su derramamiento del Espíritu Santo puede y debe animarnos constantemente a vivir y abundar en amor sincero hacia Dios, cosa que por nuestra propia voluntad carnal y pecaminosa nunca haríamos, pues “el ánimo carnal es enemistad contra Dios”, Rom. 8 7


Dije que el Bautismo debe animarnos a vivir y abundar en amor sincero hacia Dios. Abundar, sí, porque también el Espíritu Santo fue derramado sobre nosotros en rica abundancia, por medio de Jesucristo, nuestro Salvador. Dios no es mezquino con sus dones. En el Bautismo nos confiere la remisión no de cierto número de pecados, sino de todos los pecados, nos redime no en parte, sino totalmente de la muerte v del diablo, nos promete la salvación no bajo ciertas condiciones, sino incondicionalmente; y da la salvación eterna no a unos pocos elegidos, sino a todos los que creen lo que dicen las palabras y promesas de Dios. Esa riqueza de la gracia divina, ¿no habría de despertar en nosotros un alegre afán de servir a Dios, con todas nuestras fuerzas, con una vida abundante en frutos de la fe?


Por esto, demos a Dios gracias especiales por haber Instituido en nuestro favor y para nuestro bien el sacramento del Santo Bautismo, lavamiento de regeneración que nos renueva para un amor sincero.

Nuestros hijos, recibidos de tu mano, buen Señor, te los damos que los laves en la fuente de tu amor; que adoptados herederos junto a Ti, Jesús, Señor, puedan siempre acompañarte en la senda del amor.


III. Milagroso es el efecto del Bautismo en los pequeñuelos: los lava de todo pecado y los hace miembros de la familia de Dios. Milagroso es el efecto del Bautismo en la vida de los creyentes adultos: robustece su fe para que gustosos abunden en obras de amor. Pero el efecto del Bautismo no termina con la vida terrenal, así como tampoco el efecto de la fe se acaba con el último latido de nuestro corazón. “Si sólo mientras dure esta vida, tenemos esperanza en Cristo, somos los más desdichados de todos los hombres”, dice San Pablo en 1 Cor. 15 : 19. Pero nuestra fe tiene como objeto no sólo al Cristo crucificado, muerto y sepultado, sino también al Cristo resucitado de entre los muertos que subió a los cielos, desde donde en el postrer día ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos y a llevamos para siempre a su reino de gloria. Ésta es nuestra esperanza inconmovible, garantizada por las solemnes promesas del Dios que no miente, y también esta esperanza es obrada en nosotros por el Bautismo. Dios nos salvó, dice San Pablo, por medio del lavamiento de la regeneración, “para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, según la esperanza de la vida eterna”, v. 7. En el Bautismo fuimos justificados. En el Bautismo fuimos lavados y limpiados de nuestros pecados. En su sermón del día de Pentecostés, el apóstol Pedro dice: "¡Arrepentíos, y sed bautizados en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo!” Hech. 2 : 38; y en el cap. 22 del mismo libro leemos que Ananías dijo a Saulo: “Levántate, y bautízate, y lava tus pecados.” Más donde hay remisión de los pecados, allí hay también vida y salvación. Desaparecido el pecado, desaparecieron también las barreras que nos impedían la entrada a la casa de nuestro Padre celestial. Nada ni nadie puede ya separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús. Satanás ya no tiene de qué acusarnos, el buen Dios nos extiende amoroso sus brazos.


¡Oh, cuán agradecidos podemos estar pues por nuestro bautismo! Ese maravilloso sacramento no sólo siembra en nuestro corazón la verdadera fe y un amor activo, sino que además nos hace regocijamos en la esperanza, una esperanza no de efímeros tesoros terrenales, sino de la vida perdurable en el cielo, donde hemos de ver a nuestro Redentor con nuestros propios ojos en eterna justicia, inocencia y bienaventuranza, donde volveremos a encontrarnos también con todos aquellos que han acabado ya su terrenal carrera y donde, lejos del mundanal ruido, la paz deI Señor nos ampara por siempre jamás.

Así pues, amados oyentes, mantengamos siempre vivo el aprecio por el lavamiento de la regeneración y aprovechemos bien sus inmensos beneficios, haciéndolo administrar cuanto antes a los hijos que Dios nos diere, y consolándonos y fortaleciéndonos con nuestro Bautismo todos los días de nuestra vida.


En tus brazos, buen Jesús, tómame cual tierno niño; dame vida, fuerzas, luz; guíame con fiel cariño, y a mi nombre da cabida en tu libro de la vida. Amén.



jueves, 11 de octubre de 2018

”La Unidad por medio de la fe en Cristo”


Septimo Domingo de Pascua - Ciclo C





TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                      



Primera Lección: Hechos 1:12-26

Segunda Lección: Apocalipsis 22:1-6 (7-11) 12-20

El Evangelio: Juan 17:20-26

Sermón

         Introducción

El mejor testimonio que existe en una familia es ver que sus miembros están unidos. En este tipo de familias, normalmente  los padres corrigen amorosamente y apoyan a los hijos, y los hijos respetan y aman a sus padres. Esto no quiere decir que no haya diversidad de opiniones, deseos e incluso, llegado el caso, problemas más o menos graves en estas familias. Pero aún así y por encima de las dificultades, los une un vínculo más fuerte que es capaz de sobrepasar todas estas circunstancias y hacerlos luchar por mantenerse unidos por encima de todo. Hablamos aquí del vínculo del amor. Y si esto es aplicable a las familias terrenales, ¿qué vínculo une entonces a los miembros de la familia espiritual cristiana?, ¿qué puede ser tan fuerte que les haga tratar de vivir la deseada unidad por encima de las diferencias?. Indudablemente el vínculo que nos une en principio a los creyentes es la fe que hemos recibido por obra del Espíritu Santo. Es este don bautismal el que nos identifica ante Dios y nos hace miembros de la familia espiritual cristiana. Pero igualmente este vínculo de la fe, es asimismo un vínculo de amor, pues no hay mayor amor por el prójimo que ayudarlo a caminar por los senderos seguros del Evangelio del perdón de pecados. Y así, la misión primordial de los creyentes no es sólo preservar la fe propia, sino proclamar también la misma de manera que más y más hombres y mujeres sean recibidos como Hijos amados del Padre. Esta es la verdadera unidad que se sustenta en la fe y en el amor.

         Cristo ruega por la unidad de los creyentes de todas las épocas

Nos sumergimos en la lectura de hoy en una oración de Jesús llena de profundidad. Una plegaria donde tras pedir por los discípulos que lo acompañaban, se pide igualmente por los futuros creyentes que conformarán la Iglesia de Jesucristo (v20), su pueblo. La acción de conversión de la Palabra proclamada y del Espíritu Santo por medio de ella, serían y son los generadores del crecimiento de la Iglesia desde entonces hasta nuestros días. Y Jesús hace aquí una petición muy específica: "para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (v21). Sí, es una petición para que sus discípulos se mantengan unidos, y así en esta unidad den un testimonio válido de Cristo ante el mundo. Pues ¿cómo podrá el mundo creer si los propios creyentes no son una muestra viva de la perfecta unidad que existe entre el Padre y el Hijo?. Además, gracias al sacrificio de Jesús en la Cruz y a la gloria que el Padre otorgó a Cristo por ello, nosotros a su vez hemos recibido de esta gloria por mediación suya, y ahora podemos contarnos igualmente como Hijos amados de Dios. Pues ya no pesa sobre nosotros la condena por nuestros delitos y faltas, sino que nos cubre ahora la Justicia de Cristo (Rom 5:18). Y siendo así Hijos amados, somos igualmente hermanos espirituales de la familia celestial, unidos en un mismo rebaño y guiados por el mismo Pastor divino. Pero fijémonos que el mundo es diverso, en razas, culturas, costumbres, e incluso en la personalidad de cada ser humano. Sin embargo, el sello que hemos recibido en nuestro bautismo nos iguala e integra a todos en un mismo cuerpo: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dió a beber de un mismo Espíritu” (1ª Cor 12:13). Pertenecemos pues a un cuerpo vivo y que está aún en pleno crecimiento y desarrollo. Y Cristo ruega al Padre por cada uno de nosotros, sus seguidores, para que nos mantengamos unidos a él y a nuestros hermanos. Ayudándonos para cohesionar la familia de aquellos que han sido justificados en su sangre, y sobre todo, siendo testimonios vivos de esa gloria de Cristo que hemos recibido: “La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno” (V22). Esta gloria que nos une al Padre y al Hijo no es otra que nuestra justificación, la cual para Cristo supuso sentarse a la derecha del Padre como Hijo amado, tal como proclama el Credo Apostólico, y para nosotros, es nuestra redención y salvación ante Dios. Vivir nuestra fe en unidad por tanto, tiene una doble dimensión como hemos visto: Vivir unidos al hermano en la fe, ayudándonos a soportar las cargas (Ga 6:2) por medio del amor fraterno (ágape), y vivir también  igualmente juntos el gozo vivificante de saber que por esta fe, estamos reconciliados con Dios por mediación de Cristo.

         La unidad nace de la fidelidad a la Palabra

La plegaria de Jesús en el Evangelio de Juan, pone un énfasis relevante en el llamado a la unidad, y en la importancia de la misma para el testimonio público ante el mundo: Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (v23). Sin embargo es fácil desde una perspectiva humana, caer en el error de enfocar las palabras de Cristo como una simple reivindicación por la unidad eclesial-institucional. Pues se podrían interpretar las palabras de Jesús como un llamado a una mera unidad visible, la cual es más bien un medio para el testimonio del amor de Dios en nosotros. Y para evitar este error de considerar la unidad reivindicada por Cristo sólo como una unidad en lo aparente, debemos contestar primero a una pregunta fundamental: ¿Qué me distingue como miembro de la familia cristiana?. La respuesta evidente a esta pregunta es que, es mi fe en la obra de Cristo. Por tanto, aquello que nos identifica como seguidores de Jesús y miembros de su cuerpo, la Iglesia, no es otra cosa que la fe que confesamos. Una fe que es personal pero que sumada a la fe individual del resto de miembros de la familia creyente, conforma en conjunto y unidad esto que llamamos Iglesia, o reunión de los fieles. Es decir, no podemos reivindicar en primer lugar a la Iglesia, como un ente que pervive en sí mismo aparte de la suma colectiva de los creyentes. Más bien debemos verla tal y como San Pablo nos la presenta, como ese cuerpo vivo formado por cada cristiano bautizado en fe, y donde cada uno tiene un lugar específico en el plan de Dios. Un cuerpo espiritual y que, precisamente por serlo, es inmune a los ataques del mundo y del mal (Mt 16:18). Sin embargo, y como ya se ha dicho anteriormente, la unidad visible es también deseable y sirve a ese testimonio necesario ante los hombres. La Iglesia visible debería testimoniar con una misma voz de la misericordia de Dios para con nosotros: “Os ruego, pues hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1ª Cor 1:10). Testimoniar unidos en definitiva de que Dios nos ama en Su amor por Cristo (v23). Pero ¿dónde encontraremos el cimiento de esta unidad en la fe?, y ¿qué puede hacer que los creyentes se mantengan firmemente unidos en esta común-unión?. Bien, pues si hemos afirmado que la existencia de la Iglesia se fundamenta en la fe de sus miembros, es evidente que aquello que genera y sostiene esta fe será lo que dará consistencia a la unidad deseada. Y hablamos ahora de la mismísima Palabra de Dios, ya que sin fidelidad a esta Palabra que nos da vida y alimenta cada día, no podemos hablar en absoluto de unidad, pues no olvidemos que la Iglesia está llamada a proclamar una y siempre la misma Verdad, no muchas. Y esta Verdad tiene su voz y su testimonio precisamente en las Sagradas Escrituras. Ellas son pues el cimiento de esta unidad en la fe, y no podrá existir unidad o común unión entre los creyentes si se da la espalda a aquello que la voz de Dios ha establecido en ella. La Iglesia Luterana declara pues en relación a la unidad que: “Para la verdadera unidad de la iglesia cristiana es suficiente que se predique unánimemente el evangelio conforme a una concepción genuina de él, y que los sacramentos se administren de acuerdo a la Palabra divina” (Confesión de Augsburgo, Art. VII, Libro de Concordia, pag.30.2). Busquemos pues la unidad en aquello que no cambia, que no es manipulable, que no responde a otros intereses salvo a los de Dios: Su Palabra.

         El dolor de la separación será restaurado en el Reino

 Tras la llamada de Jesús a la unidad de sus discípulos, la oración apunta ahora a horizontes más profundos: Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (v24). Jesús pide ahora que Dios en su misericordia permita que los creyentes sean reunidos en torno a él en el Reino, y es aquí en realidad donde la unidad de la Iglesia se consumará de manera perfecta. Y esto es así gracias a que ya existe en verdad una unidad espiritual entre todos aquellos que han confesado a Jesús como su salvador por medio de la fe: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe  en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos” (Gal 3:26). Pero es evidente que la cristiandad en este mundo se halla fracturada de manera visible, y como hemos dicho la división visible que las distintas iglesias mantienen, es un obstáculo para que el mundo reciba el testimonio de la perfecta unidad entre el Hijo y el Padre. Una unidad que tiene su máxima expresión en la voluntad de Cristo en cumplir el plan de salvación que Dios, desde los mismos orígenes del pecado, ya estableció para nuestra redención. La división no ayuda por tanto a la proclamación del puro Evangelio, y esto es una realidad que debemos asumir por la incapacidad del hombre a causa del pecado en seguir la voluntad de Dios expresada en su Palabra. Esta incapacidad producirá siempre en la tierra divisiones y separaciones, y por tanto sólo podemos orar, trabajar y aspirar a conseguir esta unidad que Cristo nos pide con el límite definitivo de la autoridad de la Palabra, y tener el consuelo de que será en el Reino del Padre donde la Iglesia triunfante será reunida en una unidad perfecta. Este debe ser mientras tanto nuestro consuelo y nuestra paz aquí en la tierra, por encima del dolor por la separación existente entre los creyentes de distintas iglesias. 


         Conclusión

La aspiración a la unidad de los cristianos es legítima y además es una llamada de Cristo al mundo creyente. Pero esta unidad debe ser conseguida únicamente bajo la autoridad de la Palabra de Dios para que, precisamente, responda a la voluntad divina. Nosotros hemos conocido a Cristo, y en él a Dios: Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste” (v25).
Y es este conocimiento en la fe, el que nos une por ahora  en el Espíritu a los creyentes aquí en la tierra. Busquemos pues profundizar en este conocimiento por medio del conocimiento de la Palabra; vivamos nuestro encuentro personal con Cristo en los Sacramentos, y así mantendremos fortalecida la verdadera fe que unifica al pueblo de Dios. ¡Que así sea, Amén!.

domingo, 7 de octubre de 2018


”Cuando Dios guarda silencio”



TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA                                                                                                     



Primera Lección: Deuteronomio 32:36-39

Segunda Lección: Filipenses 2:5-11

El Evangelio: Lucas 23:1-56

Sermón

         Introducción

Iniciamos esta Semana Santa escuchando la voz del salmista: “Oh Dios, no guardes silencio; No calles, oh Dios, ni te estés quieto. Porque he aquí que rugen tus enemigos, Y los que te aborrecen alzan cabeza”.(Salmo 83:1-2). Pues asistimos hoy a algo inaudito: Dios guarda silencio ante los hombres. Espera el pueblo una palabra de su boca, una defensa ante aquellos que lo menosprecian y rechazan. Mas sólo recibimos silencio sin embargo. Pero, ¿qué significa este silencio de Dios?, ¿cómo entenderlo e interpretarlo?, ¿calla Dios en el silencio en verdad, o por el contrario su voz no necesita palabras en determinados momentos para hablarnos?. Y cuando este silencio es notorio y evidente ¿qué quiere decir Dios por medio del mismo?. No debiéramos confundir el silencio de Dios en un determinado momento, que es en sí mismo un mensaje para el mundo, con el hecho de que su Palabra recorre la tierra cada día hablando alto y claro a aquellos necesitados de la misma. Y sobre todo con el hecho de que Su voluntad es soberana e inmutable. Una voluntad personificada por nosotros a partir de este Domingo en la pasión, muerte y resurrección de Cristo, el Señor.

         Un silencio que clama al mundo

La sangre aún goteaba por sus mejillas probablemente cuando Jesús, después de haber sido escarnecido por Herodes, fue situado de pie frente a Pilatos una vez más, tras haber sido además menospreciado y ridiculizado. Y al igual que la primera vez, las autoridades romanas, las religiosas y el pueblo, aguardaban expectantes las palabras de Jesús. Sin embargo sus labios no pronunciaron ni un leve susurro. El silencio era absoluto ante las máxima autoridades de las que dependían su vida o su muerte. “Y le hacía muchas preguntas, pero él nada respondió” (v9). Y muchos allí, pudieron pensar que Cristo callaba pues nada tenía que decir. El mundo había triunfado y lo había silenciado, podían pensar algunos regodeándose en su orgullo. Para éstos, silenciar a Dios en su Palabra era su mayor triunfo, sin ser conscientes de que ni remotamente Dios puede ser acallado cuando en su Ley, nos muestra cómo somos realmente. Sin embargo Dios estaba hablando alto y claro en ese momento, con una rotundidad tal que las palabras humanas no eran suficientes para abarcar la profundidad de su mensaje. Y ante aquellos como Pilatos, Herodes, los sacerdotes y escribas, y la multitud, Dios se manifestó en el silencio. Este silencio de Jesús era ahora la acusación contra aquellos que se regocijan en su pecado y su orgullo, y que cegados por la dureza de sus corazones, rechazan el puro Evangelio del perdón y la gracia. Pues cuando Dios nos retira su Palabra, en la cual hallamos Vida, el hombre es arrojado entonces a la oscuridad y la muerte. “Desfallecieron mis ojos por tu palabra, diciendo: ¿Cuándo me consolarás?” (Sal 119:82) . Allí, en esos últimos momentos de la vida de Jesús, Dios estaba hablándonos por medio del escarnio público de su Hijo. Y cada uno de los insultos proferidos contra él, cada bofetada, cada latigazo, cada humillación que Él soportó sin abrir su boca, eran los que nos correspondía recibir a cada uno de nosotros, pecadores todos, y no a Él, nacido sin pecado. Mas la Palabra de Dios siempre encuentra cumplimiento, y así, era necesario que Cristo padeciese todo esto en silencio: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Isaías 56:6-7). El silencio de Dios debiera hacernos reflexionar a los seres humanos, y no caer en el error de pensar que es un silencio indicativo de su ausencia de nuestras vidas. Dios es Dios siempre y por siempre es su señorío sobre este mundo: “Ved ahora que yo, yo soy, y no hay dioses conmigo; Yo hago morir y yo hago vivir, Yo hiero, y yo sano; Y no hay quien pueda librar de mi mano” (Deut. 32:39). No caigamos en el engaño: Dios puede guardar silencio, pero no puede ser silenciado ni por todos los poderes de este mundo que Él ha creado. El silencio de Dios nos habla pues a nosotros; a los que lo negamos, a los que lo escarnecemos con nuestro orgullo, y a los que confiamos en nuestras propias fuerzas más que en la Cruz de Cristo. ¡Imploremos a Dios para que nunca nos retire su Palabra de Vida y recibamos a cambio su silencio!.

         Nada digno de muerte ha hecho este hombre

A estas alturas eran evidentes dos cosas: que el pueblo no cejaría hasta ver muerto a Jesús, cegado por su insensatez, y que Jesús era absolutamente inocente de delito alguno. Y paradójicamente la justicia humana, cometió una injusticia aún mayor al condenar a muerte a aquél al que no pudo culpar de nada (v14), a causa del testimonio de aquellos que no tuvieron rubor en cometer falso testimonio. Pues a la culpabilidad por sus pecados, añadieron al mismo tiempo la culpabilidad por pedir la muerte de un Justo usando la falsedad como medio para conseguirla Y comenzaron a acusarle, diciendo: A éste hemos hallado que pervierte a la nación, y que prohibe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey” (v2). Faltaron a la verdad y eran conscientes de ello, pues Jesús sólo pedía arrepentimiento a su pueblo, y lo exhortaba a enderezar sus caminos. No se inmiscuyó tampoco en cuestiones políticas, cuando estos mismos trataron de tentarle buscando luego acusarle: “Mostradme la moneda. ¿De quién tiene la imagen y la inscripción?. Y respondiendo  dijeron: De César. Entonces les dijo: Pues dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Lc 20:24-25). Separó así la crítica necesaria a la injusticia terrenal, viniera de donde viniera, del mensaje espiritual de un Evangelio centrado fundamentalmente en la liberación del alma humana. Pero aún así, su pueblo permaneció cegado y obstinado en pedir la muerte de Jesús, y en apartar de entre ellos al que era la Luz de sus vidas: A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.” (Jn 1:11). ¿Cómo entender tanto rechazo y desprecio por la misericordia divina?, ¿cómo después incluso de haber escuchado tales palabras de esperanza, y haber presenciado además el poder de Dios restaurando a los abatidos?. Jesús era inocente del todo, y por ello nos resulta más inconcebible tal dureza de corazón: “Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?” (v31). Pero ¡cuidado!, en realidad el pueblo de Israel de su época no es peor que cualquier pueblo de cualquier época. Pues a todos los seres humanos nos iguala la necesidad de liberación de la esclavitud en que el ser humano se halla y que sólo en la sangre de Cristo es posible conseguir. Y ¿acaso no hay muchos hoy que entienden que el Evangelio es un obstáculo que pervierte y alborota al mundo moderno?, o ¿no lo ven otros como una amenaza para la sociedad civil y el Estado?. Sí, Cristo sigue siendo zarandeado y vituperado también hoy día en nuestra sociedad. Por desgracia aún se oyen voces que claman contra Él: “¡Crucifícale, crucifícale!” (v21).

         Despojemos a Jesús de las ropas espléndidas

El silencio de Dios no es tal silencio, como hemos visto, sino la afirmación de que la voluntad del Padre se cumplirá irremisiblemente. Y es un silencio dirigido en especial a aquellos que dan la espalda a Dios, pensando que así imponen su propia voluntad y anulan la del Creador. A ellos se aplican sin embargo las palabras de Jesús ante el concilio: “Pero desde ahora el Hijo del Hombre se sentará a la diestra del poder de Dios” (Lc 22: 67-69). Para estos es el anuncio de que ¡Cristo es Cristo, ahora y por siempre!. Sin embargo, muchos no se conforman sólo con dar la espalda a Cristo o menospreciarlo. Después de haber hecho esto mismo, Herodes dió un paso más, y trató de convertir a Jesús en una burla, en un esperpento: “Entonces Herodes con sus soldados le menospreció y escarneció, vistiéndole de una ropa espléndida; y volvió a enviarle a Pilato” (v11). ¿Qué podía ser más eficaz para anular a Cristo que disfrazarlo y transformarlo en la imagen de un rey humillado?, ¿qué mejor para acabar con él y su mensaje que presentarlo como una caricatura viviente?. Hasta tal punto tuvo efecto la idea de Herodes que Pilatos y él, grotescamente, acabaron reconciliándose (v12). Y una vez más debemos meditar en este pasaje, pues podemos como Herodes, convertir a Cristo y su Evangelio en una imagen ridícula y deforme. Y no necesariamente hay que añadir a su persona y obra elementos que causen un claro rechazo, no. Podemos conseguir el mismo efecto añadiéndole a nuestra fe todo aquello que, aparentemente, se ve apetecible a nuestros intereses o simplemente del gusto de las mayorías. Así, podemos ir añadiendo “ricas” vestimentas a Jesús y al Evangelio, re-decorándolo y añadiéndole todo aquello que nuestra mente pueda imaginar. Lo más frecuente en este caso suele ser añadirle todo tipo de doctrinas de hombres, que presentan a Cristo y la Cruz como una imagen confusa y deforme donde no reconocemos ya al original, y que terminan por exaltar finalmente la capacidad del ser humano de labrar su propia salvación por sus propios medios. No, no hagamos esto con Jesús; no lo convirtamos a Él y al Evangelio del perdón de pecados sino en la Palabra hecha carne que trae perdón y salvación para los corazones arrepentidos. Cualquier otra cosa será echar caras ropas sobre sus hombros, pero que en realidad Dios detesta. Es sin embargo en la sencillez y originalidad de su mensaje y fundamentalmente en su Obra en la Cruz por nosotros, donde encontraremos y reconoceremos al verdadero Jesús el Cristo, el Hijo de Dios verdadero: “y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Jn 5: 20-21).

         Conclusión
Los judíos pidieron la muerte de Jesús y la liberación a cambio de un sedicioso y homicida (v24-25).Y Él, hasta en el momento de encarar su camino al Calvario, pidió si embargo perdón para ellos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (v34). Pero no sólo para ellos, pues por cada una de nuestras traiciones, por cada uno de nuestros pecados una y mil veces repetidos, pidió para nosotros también misericordia y perdón. Y fue en ése momento, donde la voluntad del Padre iba a ser llevada a cumplimiento por nosotros, donde Jesús sí habló, alto y claro, con palabras de Vida y salvación eternas. Por tí y por mí, pues infinito es su Amor por nosotros. Y, “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4:10). Éste es el Jesús que viene hoy a la Jerusalén de nuestras vidas; recibámoslo con júbilo y gozo. Pues viene a nosotros nuestro Salvador, y no con ricas vestimentas, ni rodeado de esplendor y de los poderes de este mundo. Viene a lomos de la humildad, de la mansedumbre, y del espíritu misericordioso y perdonador. “¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo, y gloria en las alturas”(Lc 19:38).    ¡Que así sea, Amén!.