Tu
reino viene
TEXTOS
BIBLICOS DEL DÍA
El Evangelio:
Juan 12:12-19
Sermón
Miedo,
Penuria y violencia, ésos son los rasgos
característicos del mundo actual. Los grandes descubrimientos y conquistas del
espíritu humano de nuestra época se limitan casi exclusivamente a la técnica, y
ésta, en su mayor parte, es perfeccionada para la destrucción del género
humano. ¡Paradójica situación, la del mundo actual! El ser humano, orgulloso de
sus inventos y adelantos técnicos, se siente al mismo tiempo esclavizado,
gimiente y aterrorizado ante las creaciones de su propio espíritu!
Como cristianos, tú y yo, como seres que no vivimos
para el mundo presente solamente, sino a través del mundo para la eternidad
dichosa que nos espera, ¿qué actitud asumimos en este mundo? Como cristianos,
¿vivimos realmente en el mundo? ¿O nos apartamos, nos aislamos del mundo
escondiéndonos tras el alto muro de nuestros elevados ideales cristianos? Por
cierto que hay cristianos tales. Hay cristianos que dicen diariamente el
Padrenuestro, que dicen también la petición: “Venga tu reino”, y después de haberla
dicho sus manos permanecen juntas, quietas, muertas. Y sus labios permanecen
mudos... hasta el día siguiente, hasta la siguiente hora de las plegarias.
Para el cristiano consciente y verdadero, activo y
responsable, esa petición del Padrenuestro es más, mucho más que una mera
frase. Esa petición le recuerda su propio estado de gracia, pero le recuerda
también su propio deber de cristiano en este mundo. Un cristiano tal siente
arder en su corazón las lágrimas que Jesús derramó en un día como el de hoy sobre
una ciudad y sus habitantes. Al recordar ese episodio de las Sagradas
Escrituras, el verdadero creyente no puede sino exclamar agradecido y lleno de
celo santo: Tu Reino Viene a nosotros y por medio de nosotros.
I A nosotros. Domingo de Ramos llamamos este día del
Señor. Y recordamos en él un hecho singularísimo en la vida de nuestro Señor
Jesucristo. El santo evangelio para este domingo nos cuenta de un Jesús que no
se muestra esquivo y apático a los honores que le tributa la muchedumbre, sino
de un Jesús que va al encuentro de las alabanzas jubilosas que se le tributan.
Es que su hora había llegado. La ciudad de Jerusalén estaba de fiesta. Faltaban
solamente unos días para la celebración de la pascua judía. La ciudad toda
bullía con esa alegre nerviosidad, llena de expectativa y preparativos, que
siempre precede a las grandes festividades. Además, habían venido en esos días
numerosos hebreos que residían en lo interior del país y aun en países vecinos.
Las grandes festividades pascuales los reunían de nuevo cada año en la ciudad
santa.
Pero no solamente la próxima fiesta era el comentario
principal en que se ocupaba aquella multitud. De boca en boca corría y se
repetía un nombre, un nombre ligado a milagros, un nombre ligado a esperanzas
milenarias: ¡Jesús, Mesías, rey de Israel! Corazones anhelosos y llenos de
expectativa eran los de aquella multitud que sabía que Él estaba en las
proximidades.
Y de pronto llega, el tan comentado, el esperado. ¿Y
cómo viene? Dice el santo evangelista: “Y Jesús, habiendo hallado un asnillo,
se sentó en él”. Sentado sobre un humilde asnillo entra Jesús en la ciudad de
Jerusalén. Imaginando aquella escena, pensando en la fastuosidad romana de
aquella época, a la cual estaba acostumbrado también el pueblo de aquella ciudad,
se nos avecina la idea de que la multitud debió encontrar ridícula esa entrada
de Jesús de Nazaret. Pero no fue así. Pues Jesús no viene solamente con señales
externas de humildad, sino que allí, en esa hora, se cumple una antigua
profecía. ¡Jesús viene, Él entra en Jerusalén, así como su Padre celestial lo
había anunciado casi 500 años antes por boca del profeta Zacarías. Todo aquello
sucedió “según está escrito”, dice el santo evangelista. ¿Y qué estaba escrito?
Escrito estaba: “No temas, hija de Sión; he aquí que viene tu rey, sentado
sobre un pollino de asna”. Así decía la visión profética y así aconteció
cientos de años después, cuando llegó la hora. ¡Es que Dios, el Eterno y
Omnisciente, el Santo y el Misericordioso, cumple la palabra que una vez puso
en boca de sus profetas y en los oídos de su pueblo! Y por eso aquella multitud
también prorrumpe en las antiguas exclamaciones de júbilo con las cuales se
recibía a los reyes y héroes victoriosos. Dice el evangelista: “Tomaron ramos,
de palmas, y salieron a su encuentro, aclamando: ¡Hosanna! ¡Bendito el rey de
Israel, que viene en el nombre del Señor!" Jesús entra en la ciudad,
“según estaba escrito”.
Jesús entra en la ciudad, “según estaba escrito”. La
época que sirvió de marco a esos acontecimientos no era una época feliz para el
pueblo judío y las páginas de su historia nacional. En el aspecto material era
una nación oprimida y avergonzada bajo el yugo del conquistador romano; era una
nación que clamaba por un libertador de la opresión extranjera. En el aspecto
espiritual, según las propias palabras del Señor Jesucristo, las multitudes del
pueblo eran verdaderamente dignas de lástima, “porque estaban acosadas de
necesidad, y andaban dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mat. 9:36).
Hacia ese pueblo que estaba en la desgracia y se
hallaba descarriado vino el Mesías y Rey en ese día memorable. Mansa y humilde
es la actitud de ese rey hacia sus súbditos. No en vano había dicho: “Aprended
de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mat. 11:29). Mansa y humilde fue sin
duda también la mirada con que ese rey observaba a aquella muchedumbre. Allá
lejos sus ojos divisaban una cruz solitaria y una angustia sobrehumana. Hacia
allí se encaminaba decididamente, como un rey que sabe que saldrá victorioso
aun antes de entrar en la lucha final. También eso “estaba escrito”; pues ese
rey era aquella simiente de la mujer que le quebraría la cabeza a la serpiente.
.. “Bendito el rey de Israel”, seguía clamando la multitud. Al oírlos, al mirar
con sus ojos divinos en sus corazones entusiasmados, pero vacíos de anhelos
espirituales, aquel rey lloró sobre aquella ciudad y sus habitantes, diciendo:
“¡Oh si hubieras conocido, tú, siquiera en este tu día, las cosas que hacen a
tu paz! ¡Mas ahora están encubiertas de tus ojos!” (Luc. 19:42). Sí, ningún
pueblo y ninguna ciudad han vuelto a experimentar en tal medida la gracia de
Dios y su buena voluntad como lo experimentaron en aquel día Jerusalén y sus
habitantes. ¡En aquel día Dios fue al encuentro de los hombres con toda magnificencia!
¡Aquel día, el Espíritu de Dios puso en los labios de los hombres el testimonio
de la verdad... y los hombres estaban ciegos!
En esta hora Cristo el Rey viene a ti. A ti se dirige,
cuando dice: “Decid a la hija de Sión”, a ti te nombra como un miembro que eres
de la Iglesia Cristiana. Hoy como entonces Él viene a ti y los demás hombres
con su mensaje de la reconciliación, el Evangelio de la paz, diciéndote también
a ti, “según está escrito”: “No temas; porque yo te he redimido; te he llamado
por tu nombre; tú eres mío” (Is. 43:1). ¡Oh, quiera Dios que conozcas, tú, en
este tu día, lo que sirve a tu paz! Dondequiera que se predica el Evangelio de
Cristo, allí está Cristo llamando a la puerta de los corazones y diciendo: “No
temas, hija de Sión; he aquí que viene tu rey”. Sí, Dios viene a nosotros
porque nosotros no pudimos ir a Él. Manso y humilde viene, sin fastuosidad, sin
ánimo de impresionar a los pobres y hacerlos sentirse más pobres. Por esta
razón vino su Hijo al mundo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a
su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en él, no perezca, mas tenga
vida eterna” (Juan 3:16).
Por causa del amor de Dios para con los hombres,
nosotros podemos exclamar hoy llenos de gozo: “¡Tu Reino viene hacia nosotros!”
Pero ese mismo amor divino que experimentamos en nosotros debe impulsarnos
también a que exclamemos, llenos de amor y celo santo, en segundo lugar.
II Tu Reino viene, por medio de nosotros. Entre
aquella multitud que recibió con hosannas y bendiciones al Señor Jesús a las
puertas de Jerusalén había presentes tres clases definidas de personas.
Una clase de aquellas personas estaba formada por ese
grupo que el santo evangelista describe en los versículos 17-18, diciendo: “La
gente, pues, que estaba con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro, y le levantó
de entre los muertos, daba testimonio de ello. Por esto también la multitud
salió a recibirle; porque oyeron decir que él había hecho este milagro...”
Seguramente que estos últimos formaban la inmensa mayoría de aquella
muchedumbre, la que con más entusiasmo y poder gritaba sus hosannas y sus:
¡bendito sea! Ese grupo numeroso se encuentra con frecuencia en aquellos
lugares donde se reúnen muchedumbres. Aquí están presentes, “porque oyeron
decir que él había hecho este milagro”. Días más tarde están presentes, porque
quieren ver a quién Poncio Pilatos va a darle finalmente la libertad, si a
Barrabás, el ladrón, o si a Jesús de Nazaret. Y solamente horas más tarde
gritan de nuevo. “¡Quítale, quítale! ¡Crucifícale!...” Oh, el Señor Jesús
conocía a ese grupo. Lo conocía tan bien, que de él dijo: “Este pueblo con los
labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Mar. 7:6)... ¿Será
necesario, amigos, que le busquemos ubicación a este grupo en la sociedad de nuestra
época actual? Yo creo que no.
El otro grupo que notamos entre la multitud que
esperaba a Jesús en aquel día está descrito con las siguientes palabras en el
versículo 19: “Por tanto los fariseos dijeron entre sí: ¡Ya veis que no
aprovecháis nada! ¡He aquí que el mundo se va tras él!”. . . Seguramente este
segundo grupo no era tan numeroso como el primero. Éste era un grupo algo
apartado, silencioso, hosco, suspicaz y fanático. Pocos contactos amables
habían tenido ellos con Jesús de Nazaret. En los oídos de este grupo resonaban
aún aquel juicio y aquella pregunta que cierto día les dirigiera ese Jesús,
cuando los apostrofó: “¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo evitaréis la
condenación del infierno?” (Mat. 23:33).
Estos fariseos y sus semejantes no amaban realmente al
pueblo que pretendían conducir. No lo amaban, pero tenían necesidad del apoyo y
la aclamación de ese pueblo. Eran gentes que no podían vivir sin las alabanzas
y loas de sus prójimos. Y ahora, al ver que la muchedumbre aclamaba al odiado Jesús
de Nazaret, “dijeron entre sí: ¡Ya veis que no aprovecháis nada! ¡He aquí que
el mundo se va tras él!”... Creo que tampoco a este segundo grupo necesitamos
buscarle ubicación en la sociedad humana actual; pues los falsos profetas,
tanto en el sentido material como en el sentido espiritual, forman legión en
nuestros días.
Y queda, finalmente, un tercer grupo que observamos
entre la muchedumbre de aquel Domingo de Ramos. Nos lo imaginamos un grupo
bastante reducido. El santo evangelista lo menciona en el versículo 16,
diciendo: “Estas cosas no las entendieron sus discípulos al principio; mas
cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que estas cosas estaban
escritas de él, y que ellos habían hecho estas cosas con él...” Los discípulos
se mantenían cerca del Señor. Jesús estaba sentado sobre los vestidos que
algunos de ellos habían puesto sobre el asnillo. Otros de los discípulos
tendían sus vestidos por el camino para que Jesús cabalgase como sobre una
blanda alfombra. También los discípulos aclamaban al Señor Jesús. Y la
aclamación de ellos agradaba al Señor, tanto, que respondió al reproche que le
hacían los fariseos al respecto, diciéndoles: “Os digo que si éstos callasen,
las piedras clamarían” (Luc. 14:40). Y ellos seguían aclamando. Verdad es que
ellos “no entendieron estas cosas al principio”, no sabían cuál era la
verdadera causa de aquella jubilosa recepción que la muchedumbre hacía a su
querido Maestro, ni tampoco sabían por qué ellos mismos entonaban las
proféticas alabanzas de los Salmos. Pero ellos eran los discípulos.
Ciertamente, el uno o el otro se sintieron luego escandalizado y desorientado
por el episodio que días después se desarrolló en Getsemaní y en Gólgota. Pero
cuando el Señor resucitado les ordenó que se reuniesen en Galilea y le
esperasen, ellos obedecieron. Ellos eran los discípulos. Ellos estaban reunidos
y mirando al cielo cuando el Señor ascendió allí, ellos estaban reunidos y
orando, tal como les fue ordenado, aquel maravilloso día de Pentecostés. .. Y
“cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que estas cosas estaban
escritas de él, y que ellos habían hecho estas cosas con él”, dice el santo
evangelista. Los discípulos se acordaron, leyendo las profecías del Antiguo
Testamento, recordando los episodios de su vida en compañía con el Señor, “de
que estas cosas estaban escritas de él”.
En este tercer grupo descubrimos esta particularidad:
¡eran lectores, eran estudiosos que escudriñaban las Sagradas Escrituras! Esa
lectura y la bendita ayuda del Espíritu Santo los condujo finalmente a un
conocimiento tan seguro y firme, feliz y constante, que aun ante la amenaza de
la prisión y la muerte misma, estos discípulos declaraban: “Pues en cuanto a
nosotros, no podemos dejar de hablar las cosas que hemos visto y oído” (Hech.
4:20)... Y en consecuencia, esos discípulos del Señor, sus apóstoles, hablaban,
predicaban el Evangelio de la salvación sin temor, sino con alegría y
entusiasmo, convicción y celo santo. Ellos mismos se consideraban apóstoles,
enviados, mensajeros del Rey Jesús, el Salvador del mundo. Así dice al respecto
el apóstol Pablo: “Nosotros pues somos embajadores de parte de Cristo, como si
Dios os rogara por medio de nosotros: ¡Os rogamos, por parte de Cristo, que os
reconciliéis con Dios!” (2 Cor. 5:20). Así, amigos, llevó adelante este tercer
grupo la obra de la evangelización. ¡Eran doce hombres solamente! Pero al mismo
tiempo eran doce apóstoles, doce seres humanos que no podían dejar de hablar
las cosas que habían visto y oído. ¿Y qué alcanzaron esos doce hombres? Esto:
¡conquistaron el mundo! Sí, el mundo no pudo convertirlos a ellos, ¡pero ellos
convirtieron al mundo! Por medio de ellos el mundo conoció el Reino de Gracia,
conoció la salvación eterna del hombre por los méritos de nuestro Señor Jesucristo.
¡Estos doce hombres cambiaron el curso de la historia y de la civilización
humana!
Tú también conoces esa doctrina de los apóstoles.
Quizás la conoces desde pequeño. ¿Has salido alguna vez, con estos tus
conocimientos dichosos, por estas calles de Dios para conquistar almas
inmortales para su Reino? ¿Dices también tú, como dijeron aquellos apóstoles:
no puedo callarme, tengo que hablar de lo que he visto y oído? Por cierto,
sería triste si tú procedieras como muchos cristianos lo hacen, que hablan de sus
convicciones religiosas sólo cuando los obligan los demás, y lo hacen entonces
con una falta tal de entusiasmo que se asemejan a los comerciantes escrupulosos
que se ven obligados a vender la mercadería de cuya calidad ellos mismos dudan.
¡Oh, que tú experimentaras y dijeras con el santo apóstol, que declara: “Pues
no me avergüenzo del evangelio; porque es poder de Dios para salvación a todo
el que cree!” (Rom. 1:16). Al hacer tu plan de trabajo en el Reino de Dios, no
es necesario que antes te formules un gran programa. Recuerda aquel hermoso
himno, que dice: Si como elocuente apóstol no pudieres predicar, de Jesús
decirles puedes, cuánto al hombre supo amar. Si no logras que sus culpas
reconozca el pecador, puedes conducir los niños al benigno Salvador.
Para cada cristiano, también para ti, hay un puesto de
trabajo en el Reino de Dios, así como hay también para cada uno, también para
ti, un lugar ya destinado en su Reino de Gloria, el cielo. Quiera conceder
Dios, que al llegar hoy a la petición del Padrenuestro, que dice: “venga tu
reino”, tú digas: ¡Venga tu Reino también por medio de mí! Heme aquí, ya voy,
Señor”. Amén.
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