TEXTOS BIBLICOS DEL DÍA
Primera Lección: Éxodo 12.1-14
Segunda Lección: 1º Corintios
11:23-32
El Evangelio: Mateo
26:17-30
Sermón
Nuestra Iglesia Luterana siempre
vuelve a insistir sobre ese punto y la doctrina bíblica en cuanto a la Santa
Cena. Puede decirse que la doctrina sobre la Santa Cena es la piedra de toque de
las iglesias cristianas. Es una doctrina fundamental. Todos los que anteponen
su razón humana o su tradición a la enseñanza bíblica sobre ese sacramento, se
encuentran en la misma condición espiritual lamentable en que se encontraban
aquellos cristianos de Corinto, de los cuales dice el apóstol en nuestro texto:
“Por lo cual hay muchos enfermos y
debilitados entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a
nosotros mismos, no seríamos juzgados.”
Por eso, con la misericordiosa
ayuda del Espíritu de Dios, meditemos sobre este bendito sacramento de la Cena
del Señor:
Su origen. ¿Dónde tuvo su origen la Santa
Cena que los corintios habían profanado con su modo de celebrarla? El santo
apóstol explica en su epístola el origen de ese sacramento, y por cierto, su
explicación encierra desde un comienzo un leve reproche dirigido a aquellos que
habían cometido abusos en la celebración de ese sacramento. Así dice el
apóstol: “Porque yo recibí del Señor lo
que también os entregué.” Aquí tenemos su origen: “Yo recibí del Señor”, declara el apóstol. Él no había recibido ese
don celestial, ese bendito sacramento, de los demás apóstoles, como podría
suponerse, ni porque viera la costumbre de su celebración en las demás
congregaciones cristianas de aquella época. No, “Yo lo recibí del Señor”, al igual que todo el evangelio que él
predicaba; pues de ese evangelio predicado por él dice en Gálatas 1:12 que lo
había recibido “por revelación de
Jesucristo.” Así como el Señor resucitado y glorificado le había revelado a
San Pablo, su apóstol, el Evangelio, el mensaje de la reconciliación entre Dios
y los hombres, así ese mismo Señor autorizó a ese apóstol también la
transmisión a las congregaciones cristianas de este importante documento sobre
el origen y el sentido de la Santa Cena.
“Del Señor” había recibido el apóstol ese
sacramento. ¡Con cuánta emoción escribía el apóstol esta palabra: Señor. Tal vez ningún otro apóstol
sentía tan profundamente la emoción que encerraba ese nombre. Pues fue a este
apóstol, cuando aún no era tal, sino que era un enemigo acérrimo de la secta
cristiana, a quien le apareció el Señor con señales de poder y manifestaciones
de gracia. Iba en camino hacia Damasco, en camino hacia la injusticia y la
violencia, cuando al fanático Saulo de Tarso entonces le apareció
repentinamente una clarísima luz y un nombre se interpuso en su camino y en su
vida: ¡Jesús de Nazaret! ¡El Señor que lo llamaba por su nombre! Luego y
durante años ese apóstol estuvo a la espera de otro llamado de su Señor, hasta
que finalmente llegó ese llamado. Llegó ese llamado del Señor cuando su gracia
divina había transformado totalmente al fariseo fanático, ciego y rígido en el
apóstol iluminado, humilde y amante.
Ahora,
cuando el apóstol habla en su Epístola a los Corintios sobre el origen de la
Santa Cena, y les dice: “Porque yo recibí
del Señor lo que también os entregué”, entonces ese Señor es Jesús de
Nazaret, aquel que había transformado su vida. También para el apóstol ese
Señor es ahora “el camino, la verdad y la
vida.” Cuando él habla aquí del Señor, entonces se refiere a aquel sobre
quien escribió lleno del Espíritu Santo en su Primera Epístola a Timoteo,
diciendo: “Porque hay un solo Dios, y un
solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre; el cual se dio a sí
mismo en rescate por todos” (2:5-6). De ese Señor recibió el encargo para
la administración de la Santa Cena en las congregaciones cristianas, también en
la congregación de Corinto. ¿No lo sabían acaso aquellos creyentes? ¿Acaso
estaban en incertidumbre? ¿Habían, acaso, entendido mal sus palabras?
¡Imposible! Pues lo que el apóstol había recibido del Señor, eso, dice, “también os he enseñado.” Desde un
principio, cuando el apóstol Pablo estuvo personalmente en Corinto, él enseño a
aquellos cristianos ese don de gracia y perdón, enseñó de su origen, su
significado y las bendiciones eternas que para ellos encerraba ese sacramento.
Él les había entregado, y compartido con ellos, todo lo que él mismo había
recibido del Señor; pues precisamente este mismo apóstol, con su característico
celo cristiano, escribió a esa misma congregación en Corinto: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y
administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los
administradores, que cada uno sea hallado fiel.” (1 Corintios
4:1-2).
Acto
seguido el santo apóstol vuelve a recordar a los corintios la historia sobre la
institución de la Santa Cena. Con un lenguaje llano y sencillo les trae a la
memoria los hechos del Jueves Santo. ¡Cuántas veces les habría contado los
pormenores de aquella noche trágica, de aquella reunión íntima y solemne!
¡Cuántas veces les habría contado ya de aquella mesa, alrededor de la cual se
miraban el amor de Dios con la duda de los apóstoles y la traición de Judas!
Era la última Cena; sobre la mesa se proyectaba la sombra de la Cruz. Y dice
San Pablo, que el “Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan;
y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que
por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí.”
Tal
es la historia sobre el origen y la institución de la Cena del Señor. Esto sucedió
“la noche que fue entregado.” La
misma noche en que el Hijo del hombre, a quien le fue “dado todo el poder en el cielo y en la tierra”, exclamó, sin
embargo: “Mi alma está muy triste, hasta
la muerte” (Mateo 26:38). La misma noche en la cual un ángel del cielo hubo
de consolar al Rey de reyes y Rey del cielo en medio de su angustia y
sufrimiento. Esa misma noche Jesús tomó pan; y habiendo dado gracias, lo
partió, y dijo: Tomad, comed... Y de la misma manera tomó la copa... diciendo:
Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto, cuantas veces la
bebiereis, en memoria de mí.
Si
el santo apóstol recuerda a los cristianos con tanta exactitud el origen de la
Santa Cena y la ocasión en que fue instituido ese sacramento, entonces él no
solamente quiere corregir la profanación en que habían incurrido aquellos
cristianos, sino también llamarles la atención sobre las bendiciones que ellos
perdían al celebrar la Cena del Señor en la forma que lo hacían. Consideremos
también nosotros siempre que la Santa Cena es un sacramento; en el cual, por
medio de ciertos elementos externos, en unión con la Palabra, Dios ofrece y
comunica a los hombres y sella en ellos la gracia adquirida por los méritos de
Cristo Jesús. ¡La Santa Cena contiene lo más precioso que el cielo pudo ofrecer
a la tierra!
Sobre su contenido. Mucho se ha escrito y discutido
sobre el contenido de la Santa Cena, no en cuanto a su contenido material o
terrenal, pan y vino, sino en cuanto a su contenido celestial y espiritual, el
verdadero cuerpo y la verdadera sangre de nuestro Señor Jesucristo. Este punto
de doctrina, fundamental para el verdadero creyente, fue también decisivo en el
cisma que se produjo y que perdura en la Iglesia cristiana del mundo.
Fundamental es ese punto de doctrina también para el santo apóstol Pablo, que
en nuestro texto se dirige a los cristianos de Corinto, citando textualmente
las palabras de institución del Señor Jesús: “Tomad, comed. Esto es mi cuerpo, que por vosotros es partido... Esta
copa es el nuevo pacto en mi sangre.”
Basándonos
en estas palabras inconfundibles de nuestro Redentor, los cristianos de nuestra
Iglesia creemos y enseñamos que en el Sacramento del Altar, juntamente con el
pan y el vino, están contenidos y presentes el cuerpo y la sangre de nuestro
Redentor. Y esa presencia no es simbólica sino real, tan real como que
realmente estaba presente el cuerpo del Señor al ser clavado en el madero de la
cruz; tan real, como realmente fue derramada su santa y preciosa sangre sobre
aquel madero de la cruz, como precio de la redención de todos nuestros pecados,
y para librarnos de la muerte y del poder del diablo. Así dice el mismo apóstol
en su Epístola a los Romanos: “Cristo
murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por
él seremos salvos de la ira.” (5:8-9). Y San Juan, en su primera Epístola,
proclama esta consoladora verdad: “La
sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.”
Por
eso, cuando tú y yo asistimos a la Mesa del Señor y cuando allí el ministro de
Dios nos dice: “Tomad, comed. Esto es el verdadero cuerpo de vuestro Señor
Jesucristo. Tomad, bebed. Esto es la verdadera sangre de vuestro Señor
Jesucristo”, entonces esos dones celestiales están realmente contenidos y
presentes en la Santa Cena. Así dice San Pablo “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre
de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?” (1
Corintios 10:16). Eso no quiere decir otra cosa que: el pan y el cuerpo de
Cristo, el vino y la sangre de Cristo están unidos en la Santa Cena, de manera
que el comulgante que come el pan se pone en comunión con el cuerpo de Cristo,
y el comulgante que bebe el vino se pone en comunión con la sangre de Cristo.
Las palabras de nuestro Señor no son ambiguas. También con este sacramento y su
presencia real en el mismo, Él cumple su consoladora promesa, hecha a los
creyentes de todos los tiempos: “he aquí
yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” (Mateo
28:20).
Sobre su objeto. Así como hay maestros y
predicadores que niegan y deforman con su doctrina humana la clara enseñanza de
la Sagrada Escritura con respecto al contenido de la Santa Cena, así también
los hubo y hay que enseñan doctrinas erróneas en cuanto al verdadero objeto de
la Santa Cena. No es ésta la ocasión para citar esas doctrinas equivocadas y humanas,
sino que es la hora de decir la verdad tal como la encontramos en la Santa
Biblia y en las palabras de nuestro texto.
La
presencia del bendito cuerpo y la preciosa sangre de nuestro Redentor en la
Santa Cena tienen un objeto. San Juan Bautista, señalando al Señor Jesús,
exclamó: “He aquí el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo” (Juan 1:29b). El Señor Jesús declara el objeto
de su estancia visible entre los hombres, diciendo: “El Hijo del hombre ha venido para salvar lo que se había perdido” (Mateo
18:11). Y San Pablo explica la bendición y el fruto de esa venida del Hijo de
Dios al mundo pecador, diciendo: “Al que
no conoció pecado, hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos
justicia de Dios en Él” (2 Corintios 1:21) ... Sí, Cristo Jesús, “verdadero
Dios, engendrado del Padre desde la eternidad, y también verdadero hombre,
nacido de la virgen María”, es Aquel de quien da testimonio el santo vidente en
el Libro del Apocalipsis, diciendo: “Tú
fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y
lengua y pueblo y nación;” (5:9). Eso lo hizo, tal como lo confesamos en la
explicación del Segundo Artículo del Credo Apostólico, “para que yo sea suyo, y
viva bajo Él en su reino y le sirva en eterna justicia.” El precio pagado por
nuestra redención fue su santa y preciosa sangre, su inocente Pasión y muerte.
Somos su propiedad, por sus méritos, temporal y eternamente.
Y
para recordarnos la realidad y el precio de nuestra redención, Cristo instituyó
la Santa Cena. Y para consolarnos en nuestras angustias terrenales, para
fortalecemos en nuestra fe cristiana, para aumentar nuestra certeza en la
esperanza de alcanzar la salvación y bienaventuranza eterna, Cristo instituyó
ese bendito sacramento. Allí, en ese sacramento bendito, Él siempre vuelve a
aseguramos: “esto es mi cuerpo, que por vosotros fue entregado; esto es mi
sangre, que por vosotros fue derramada”.
Tal
es el objeto de la Santa Cena. “Haced
esto en memoria de mí”, dice el Señor Jesús. Y el apóstol, en nuestro
texto, acota estas palabras del Señor y explica a los creyentes de Corinto y a
los de todos los tiempos y lugares: “Porque
cuantas veces comiereis este pan y bebiereis esta copa, proclamáis la muerte
del Señor, hasta que él venga.”.
¡Cuánta
seriedad encierra esta explicación del apóstol! Cada vez que participáis de la
Santa Cena, “proclamáis la muerte del
Señor.” Esto es, el que participa del Sacramento del Altar, considerando
los dones celestiales contenidos en el mismo, proclama con su participación, da
un testimonio público de que es discípulo del Señor, proclama su fe personal en
la obra expiatoria de Él. El gozo que recibe el corazón y el espíritu del
creyente en la Santa Cena, debe expresarlo luego el comulgante cristiano con
palabras y obras en este mundo. En realidad, toda la vida del cristiano debe
ser una proclamación de la muerte del Señor, pues esa muerte significa la vida
y la bienaventuranza eternas para el hombre.
Y esa proclamación debe perdurar “hasta que él venga.” Cuando Cristo
vuelva en gloria y poder para el Juicio del mundo, cuando Él venga para dar a
los suyos el reino preparado desde la eternidad, entonces ya no habrá más
observación de este sacramento, pues entonces los suyos le verán tal cual es.
Entretanto, empero, vale para nosotros la amonestación del apóstol, que dice: “De manera que cualquiera que comiere este
pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la
sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan,
y beba de la copa.” Habiendo meditado sobre el origen, el contenido y el
objeto de la Santa Cena, habiendo aprendido la bendición terrenal y eterna que
encierra para nosotros este sacramento, no podemos sino tomar a pechos esa
seria amonestación final del santo apóstol. Cuando en la Santa Cena tú oyes la
voz cariñosa de tu Redentor que te invita: “Venid
a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os daré descanso”,
entonces respóndele: Tal como soy de pecador, Sin otra fianza que tu amor, A tu
llamado vengo a Ti: Cordero de Dios, heme aquí
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