TEXTOS BIBLICOS
DEL DÍA
Primera Lección: Hechos
11:1-8
Segunda Lección: Apocalipsis
21:1-7
El
Evangelio:
Juan 16:12-22
Sermón
•
Introducción
El tiempo primaveral
llega siempre insuflando nuevas alegrías a los hombres. Después de un largo
invierno la naturaleza y la vida eclosionan y dan paso a un tiempo de
exuberacia en general. La realidad se transforma y los espíritus se renuevan
con una especie de nuevo optimismo. Y este cambio tiene lugar cada año con el
inicio de un tiempo en el calendario que coincide con otro tiempo, esta vez
litúrgico, con el que comparte muchas similitudes. Hablamos del tiempo Pascual
en el cual estamos aún, que igualmente es un tiempo de deleite y exuberancia
para los cristianos. En este tiempo el Evangelio proclama con más fuerza que
nunca las maravillas que Dios ha obrado en nuestras vidas. Pues donde sólo
podíamos entrever vacío y sequedad en nuestras almas, se abre ahora un
maravilloso jardín en el que la Cruz se eleva como verdadero y frondoso árbol
de la vida (Gn 3:22). Una vida eterna que ya no nos está vedada, sino
que por el contrario, nos es ofrecida por medio de Cristo. Tiempo de gozo pues,
y de dejar atrás las incertidumbres espirituales para afirmarnos en las
certezas que nos provee la resurrección de Cristo.
•
Primera certeza: Nos guía el Espíritu Santo
Es fácil para un
discípulo andar junto a su maestro. Se siente seguro y protegido por su
presencia, y las dificultades propias de la vida obtienen una solución
relativamente fácil. El maestro está ahí, siempre dispuesto a ayudarnos, a
darnos la respuesta adecuada y precisa. Es como una fuente inagotable de
sabiduría y consuelo que nos refresca y sacia constantemente. Así debieron
sentirse los Apóstoles junto a Jesús, donde además de esta reconfortante
presencia, experimentaban también el poder de Dios en sus vidas, como un
anticipo generoso de la plenitud del
Reino de Dios. En sus mentes no cabía pensar ni por asomo en apartarse ni un
minuto de su presencia. Sin embargo estaba próximo el momento en que la
separación se produciría, y de una manera traumática en extremo. No eran aún
conscientes de esto, pero Jesús sí lo tenía ya bien presente. ¡Había aún tantas
cosas que compartir con ellos!: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero
ahora no las podéis sobrellevar” (v12). Sí, hay un día en que todo
discípulo debe separarse de su maestro, y caminar solo en la vida, donde se
verá de forma práctica si atesoró la sabiduría que le fue transmitida. Y al
igual que los Apóstoles, todos los creyentes tenemos un camino espiritual que
recorrer en nuestra vida, afrontando las tribulaciones y problemas por nosotros
mismos. Sin embargo, Dios en su infinita misericordia, tras la partida de
Jesús, no quiso dejarnos solos a sus discípulos, pues conoce nuestra debilidad
a causa del pecado, y de la hostilidad del enemigo y del entorno. Sí, sin el
auxilio de Dios, los creyentes estamos expuestos constantemente a la caída, y
el riesgo de perder nuestra fe es demasiado alto (1ª Ped 5:8). Por ello
fue enviado a nosotros un auxiliador, que con su presencia y testimonio, nos
sostiene y vivifica en la fe y la Verdad: “él os guiará a toda la verdad;
porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y
os hará saber las cosas que habrán de venir” (v13). Este guía, el Espíritu Santo, testifica con la mismísima
voz de Dios que nos habla en Su Palabra,
nos sostiene en las tribulaciones y preserva nuestra fe de los ataques a
que se ve sometida constantemente. Suple también nuestras carencias en la
oración, cuando al dirigirnos al Padre no nos enfocamos en pedir lo correcto: “pues
qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo
intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom 8:26). Sin embargo,
gracias a nuestro bautismo Él nos asiste y renueva cada día marcando la
diferencia entre estar solos en el mundo o vivir en Dios difrutando de su
presencia constante. Pues a la ya mencionada presencia de Cristo en su Palabra,
y de manera especial en su real presencia en la Santa Cena, tenemos además la
presencia del Espíritu divino que mora ahora en nosotros (1ª Cor 3:16),
que nos alienta y robustece en la fe. Cada día disfrutamos de su compañía en
nuestra vida, donde silenciosa e imperceptiblemente realiza su trabajo
moldeándonos y ayudándonos a perseverar. Tenemos pues la certeza de una
presencia constante de Dios en nuestras vidas por medio de su Espíritu: “Y
en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado”
(1ª Jn 3:24). ¡Disfruta pues de esta relación!.
•
Segunda certeza: Cristo nos ha reconciliado con el Padre de manera
perfecta
Era pues necesario
que el mundo viviera la tristeza de la Cruz, el dolor de la muerte del Justo de
los Justos. Los discípulos sufrirían este desconsuelo y el posterior
desconcierto. Pues en sus mentes aún no entendían el alcance total del plan de
Dios: “Todavía un poco, y no me veréis; y de
nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al Padre” (v16). Les era anunciado así este plan
salvífico proclamado desde la antigüedad por los profetas de Dios. Pues toda la Biblia y su contenido, no
nos hablan de otra cosa que del plan divino para reconciliar a la humanidad
caída por medio del sacrificio de Cristo y su posterior resurrección. Y este
plan se cumplió de manera perfecta y absoluta el día que Jesús consumó su obra
y la afirmó con sus propias palabras poco antes de expirar: “Consumado es. Y
habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19:30). Así fueron
rotas de manera definitiva las cadenas del pecado, y junto a ellas a los tres
días, las de la muerte. No hay peros, no hay nada pendiente de realizar, no
quedan deudas que pagar con Dios. Y aquél que por medio de la fe confiesa a
Cristo como su salvador y se entrega en fe a esta Verdad, tiene ya la certeza
plena de su salvación. Ningún creyente que proclama el nombre de Cristo debería
jamás dudar de esto, pues dudando, dudamos nada menos que de las promesas de
Dios en Cristo: “Os digo que todo aquel que me confesare delante de los
hombres, también el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de
Dios” (Lc 12:8). Si dudamos, quitamos todo el valor a nuestra fe,
convirtiéndonos en seres erráticos y faltos de raigambre espiritual: “porque
el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y
echada de una parte a otra” (Stg 1:6). Sí, la duda nos socava
espiritualmente, y nos lleva a calles oscuras, donde somos abandonados a
nuestra suerte y donde nos envuelven el temor y la inseguridad sobre nuestra
salvación. Y para suplir esta falta de certeza y confianza en la Palabra, el
hombre tratará desesperadamente de asirse a la Ley y exigir salvación a cambio
de todo lo que él crea que puede hacer usándola para agradar a Dios. Pero ¡cuidado!.
En este punto el peligro de caer de la gracia es real y cierto, y la respuesta
de Dios ante esta situación es clara y contundente: “de Cristo os
desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído”
(Gal 5: 4). ¿A qué dudar entonces de promesas tan firmes de boca de Dios?,
¿por qué dar pie a la duda y volver a los esfuerzos inútiles de construir
torres de Babel humanas que traten de llegar al cielo?. Nuestra torre, nuestra
única torre es la Cruz de Cristo, que al igual que la escalera de Jacob (Gn
28:12), nos da acceso a las moradas celestiales y eternas. La fe y no las
obras humanas es la que atesora el poder de conectarnos con la Obra de Jesús en
la Cruz. ¡Afiánzate en esta fe segura y fortalece sus cimientos por medio de la
Palabra y los Sacramentos!.
•
Tercera certeza: La
resurrección nos ha abierto las puertas del Reino eterno
Tras el anuncio de
la separación y ante lo incomprensible del mensaje que se les estaba
declarando, Jesús trae ahora a los Apóstoles palabras de consuelo y esperanza:
“También vosotros ahora tenéis tristeza;
pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro
gozo” (v22). Se les revela así la alegría venidera por la resurrección de
Cristo. Una resurrección que culmina y completa todo el plan de Dios, pero no
solo esto, sino que es imprescindible para entenderlo. Pues si el objetivo de
toda la Historia de la salvación no es otro que reconciliar al hombre con su
Creador, la resurrección nos devuelve a nuestro estado de eternidad primigenio
permitiéndonos disfrutar de la presencia eterna del Padre. Y sin la
resurrección, nuestra fe no tendría sentido ya que no es posible estar
justificados del pecado sin haber vencido a su consecuencia más directa: la
muerte. Y es precisamente la
resurrección de Cristo la que testifica y sella de manera definitiva el hecho
de que Cristo es el verdadero Hijo del Padre, y de que nuestra justificación ha
sido aceptada por Dios por medio de la sangre del Cordero divino. Quitemos la
resurrección y estaremos destruyendo del todo nuestra fe: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es
también vuestra fe” (1ª Cor 15:14).
Por tanto vemos que es fundamental estar asentados firmemente en este aspecto
de nuestra fe, y no sólo esto, sino que esta Verdad es de primera importancia
para evidenciar que, efectivamente,
nuestros pecados han sido ciertamente perdonados en Cristo. Y siendo
así, el pecado ya no nos domina, pues ahora vivimos en la lucha diaria de la
santificación, donde lo crucificamos cada día acogiéndonos a la gracia divina.
Y tampoco tememos desesperanzadamente a su hija: la muerte, aunque somos
conscientes de su presencia constante en la carne. Pero miramos sin embargo más
allá de su realidad y, con los ojos de la fe, nos concentramos en la visión de
ese Reino que nos aguarda. Un Reino libre de dolor y sufrimiento, donde el alma
podrá encontrar descanso tras una vida de lucha carnal y espiritual, y donde a
su llegada podrá decir: “He peleado la buena
batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2ª Tim 4:7). En una realidad como la
nuestra, donde la muerte es un hecho con el que convivimos, y que se hace
presente algunas veces de manera tan súbita e inesperada, la resurrección de
Cristo es un mensaje de liberación pleno y cierto para los hombres. Allí donde
se vislumbra dolor y sufrimiento, la tumba vacía es por el contrario un signo
del Amor de Dios por nosotros, y de cómo nuestro Padre aguarda impaciente el
momento en que podamos reencontrarnos con Él y con la Iglesia triunfante en las
puertas de Su Reino. ¡Vive pues cada día en esta certeza definitiva para tu
vida y para tu fe!.
•
Conclusión
Seguimos transitando este tiempo Pascual en nuestras
vidas, con la certeza de que la Cruz y la resurrección de Cristo han roto
definitivamente las cadenas que nos esclavizaban y retenían en el pecado. Vemos
ahora un horizonte lleno de seguridad y firmeza y disfrutamos del auxilio y
guía del Espíritu Santo en nuestras vidas. Es tiempo pues de vivir en el gozo
que Dios nos ofrece en Jesús resucitado, y de afirmarnos en cimientos sólidos
que hagan de nuestra fe un refugio fuerte e inexpugnable para las batallas de
la vida. Pide pues al Señor que aumente tu fe y con ello también aumentará tu
gozo en Cristo; un gozo que nada ni nadie puede quitarnos ya.
¡Que así sea,
Amén!.
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